Es una afirmación gratuita que cualquiera puede formular. Está claro que somos pobres, que soportamos una justicia dudosa, que han arrebatado los ahorros a quienes los tuvieran y convertido el patrimonio de muchas familias en un corralito de moscas. En la enseñanza pública la investigación, el verdadero progreso, andamos en los puestos más rezagados y da la impresión de que lo que más nos gusta es marchar hacia atrás sin rumbo ni destino. Disfrutamos de una clase política cuya cara no podrían partir los más esforzados picapedreros, instalada en muelles poltronas que revisan, reparan y sustituyen de vez en cuando, por aquello de la «comisionceja». En medio de un panorama realmente triste y depresivo, aún nos dicen que sus señorías, los sujetos y «sujetas» del hemiciclo, reclaman el nombramiento de cinco o seis asesores, con cargo al presupuesto, con el poco disimulado propósito de colocar a unos centenares de correligionarios que los recortes han dejado a la intemperie. Creo que en un certamen de cinismo internacional seríamos los abanderados.

Nuestra historia y nuestra literatura han estado salpicadas de felonías y puñaladas traperas. Quizás el más justificado fue uno de los primeros, el malvado conde Don Julián, pero es que sería preciso ponerse en sus calzas: tiene una sola hija a la que adora; un rey, al que ha servido con lealtad y provecho y la normal pretensión de que su vástaga se críe en la corte de Toledo, pues él anda cedido al reyezuelo moro del Sur, como solían hacer los cristianos caballeros en aquellos largos siglos de la Reconquista. Pero el rey le salió rana, olvidó los deberes del protector, se cepilló a la hija del amigo y, además, la echó de mala manera de las inmediaciones de Toledo. Cualquiera en la piel del conde Don Julián habría hecho cosa parecida: franquear a los jinetes árabes el paso del Estrecho -que quizás ya se llamaba de Hib-bral-Tarik o como se escriba- para sentarle las costuras al monarca cristiano.

A lo largo de la Historia unas veces fuimos aliados y otras enemigo de los vecinos, lo que significa una postura de vaivén entre la traición y la fidelidad. Más cerca, está resultado de que nos equivocamos en el asunto de Napoleón y que lo más inteligente -como antes con Lutero- hubiera sido hacer lo contrario, entrar en la modernidad, aceptar la Enciclopedia, empujar a las coronas cavernícolas. La jeta de Fernando VII polariza ese error y centra en él todo el desprecio del pueblo muy ducho en confundirse de bando.

Durante la primera Guerra Europea, eligieron la neutralidad como una gran conquista y fue otro error: cuando la mayoría de las naciones se inclinan a un lado, suele ser estúpido encaramarse al platillo vacío, que es lo que hicimos, con la salvedad del puñado de tíos listos que redondearon sus fortunas, se apuntaron a dirigir los bancos y coparon los consejos de administración, eso sin llegar a las remotos abismos de las concesiones mineras, desde Río Tinto a las homicidas lomas del Rif. Para desgracia nuestra tuvimos, de verdad, un «tío en América», cuya aportación nunca sintió como propia el sufrido pueblo, porque no llegó a él parte de la plata del Potosí, ni siquiera los galeones que expropiaban los corsarios granujas ingleses, holandeses, franceses y berberiscos.

Aquella primera guerra, cuyo doloroso parto produjo el comunismo ruso, el socialismo alemán y el fascismo italiano generalizó entre nosotros los estrategas de café. Aún sin inventar la Liga, la Copa y demás competiciones, los españoles, que se doctoraban en los veladores, mantenían sus teorías estratégicas, incluso con mapas, donde seguían con minucia las campañas aliadas y las germanas y quizás por una vez, los partidarios de una u otra facción andaban equilibrados, con una sospechosa inclinación hacia los germanos. La simpatía tenía su justificación: Francia era nuestra vecina, por tanto, nuestra enemiga, y su aliada nada menos que la pérfida Albión, que nos machacó en Trafalgar tras lo cual ya no levantamos cabeza.

Si los generales del kaiser y los aliados en lugar de empecinarse en tácticas y estrategias mantenidas por militares envejecidos se hubieran dado una vuelta por los cafés de aquella España tan neutral y astrosa, quizás otros clarines tocaran más pronto. No pueden hacerse comentarios en cuanto a la reanudación de aquella Segunda Liga exterminadora pues nosotros mismos acabábamos de salir de una escabechina aderezada con la destrucción del tejido ferroviario y las comunicaciones por carretera, además de haber abandonado la tierra durante tres años y habernos comido la ganadería. Sin embargo, también hubo estrategas de café. De un lado, los que creían ciegamente en la victoria del Reich, porque los habían visto desfilar en el «No-Do» y sus puestos políticos se tambalearían con la victoria demócrata y de otra, débilmente, sin definirse por la falta de apoyo de las democracias, cuya obligación había sido la de enviar tropas, tanques, aviones, intendencia y marinería para aplastar al rechoncho caudillo que nunca se había emborrachado.

Ahora la información fluye a raudales y quizá sea la causa de que se hayan evaporado los estrategas de café, entre otras cosas porque están desapareciendo los cafés y así no hay forma de desplegar un mapa. Felizmente hundida la Unión Soviética, que tuvo entontecidos a muchos compatriotas sin acabar de creer que allí a los disidentes les ataban no con longanizas, sino con sus propias tripas, la desamparada izquierda ha perdido los papeles. Ya no puede tomar partido por grandes bandos, a lo sumo, habrá algún trastornado al que le caiga bien esa «china argentina», del clan de las viudas negras, que se quiere merendar nuestras no demasiado bien protegidas industrias españolas. O el gordinflón Chaves, que no acaba de decidirse por el cáncer. Probablemente porque, si rascamos, poco ibérico vamos a encontrar en su composición. Debemos sentir lástima por nosotros mismos, sin amigos, aliados, simpatizantes ni palmeros. No sería capaz de pronosticar el deseable triunfo de Rajoy, pero ha sustituido, con su vieja barba de registrador de la propiedad, los alelados mofletes de su dañino predecesor.

En la constitución política deberíamos cambiar las prioridades: un tonto, un listo, un tonto, un listo... cerrando el paso a los que quieren quedarse con la pasta, imposible detectarles sin un aplicado estudio. La alternancia por sexos es profundamente injusta, pues no hay solo dos, sin que nos refiramos jocosamente a los chistes de burdel. Por casualidad he caído -¡a mis años!- en las páginas de internet que tratan del erotismo transexual y me maravilla que en una familia de siete hermanos, ninguno haya sido agraciado con ambos atributos. Hay millones de ellos, injustamente apartados de las cuotas políticas, aunque no me atrevería a sostener la morfología de algunos y algunas de los padres de la patria que aposentan los generalizados traseros en el escaño parlamentario.

En lugar de a la petanca, jueguen a la estrategia política. Es más entretenido, sedentario y compatible con la militancia en el Madrid o en el Barça.