A nadie debería asombrar que el Gobierno haga recortes y ajustes. Salvo para algún despistado que otro, que siempre los hay, era lo que se esperaba. Todos sabíamos que habíamos vivido como nuevos ricos y que el despilfarro era ya insostenible. No hay nadie sensato que niegue la quiebra en la que vivimos. Lo que sí diferencia en algo a unos de otros es dónde ha de meterse la tijera.

Hasta ahora el saneo de las arcas se basa en unos impuestos y otras pechas que nos han endosado. Poco más, como eliminar algunos consejos, comisiones y observatorios de los miles de organismos diversos e inútiles que aún persisten. En esto consiste la gran reforma institucional. A las autonomías ni tocarlas, porque son «autonosuyas». No digamos el despropósito de los ayuntamientos, que eso ni que me lo mientes, que casi todos están a pachas, que en esto sí que no hay diferencias.

En España existen más de ocho mil ayuntamientos, que se dice pronto. Como es natural, más o menos que la mitad de ellos es perfectamente inoperante y prescindible. Ya me dirá usted para qué diablos puede servir un ayuntamiento de unos pocos vecinos con un presupuesto menor que una tienda de calzoncillos. Qué coño de servicios puede dar al vecindario, salvo certificados del padrón o licencias de obras menores para retejar un chamizo o cambiar las ventanas de una casa. Para todo lo demás está a expensas de lo que tenga a bien hacer allí la correspondiente Diputación o quien haga sus veces. De modo que son estructuras sobrantes y recortables, con el añadido de que, si todos estos municipios desaparecieran, podrían suprimirse inmediatamente las diputaciones, y miel sobre hojuelas.

Parece que el sentido común exige que se proceda a una fusión de ayuntamientos, de tal manera que los que resulten sean realmente operativos y puedan ofrecer a los vecinos los servicios que la ley les obliga a prestar de una forma mucho más económica y eficiente, sobremanera en un mundo informático como el actual. Pero ahí es donde chocamos con un muro infranqueable, que son los políticos. Muy pocos están por la labor y la inmensa mayoría les ofrecerá argumentos para oponerse.

Uno de los fantasmas que se agitan cuando se menciona el recorte de municipios es la tontera de que el pez grande se come al chico. Es ese miedo atávico a la grandeza, que hace que se prefiera ser cabeza de ratón a cola de león. Sería tedioso enumerar las mayores ventajas que esa fusión reportaría al pequeño, más que al grande, pero cualquiera con dos dedos de frente puede imaginárselas.

Como el argumento precedente es de una flojera intelectual insostenible, los opositores a la unificación de municipios suelen utilizar con más frecuencia otro, que es el visceral. Llaman a arrebato a la defensa de las esencias y las identidades locales, la historia y el terruño, olvidándose de que la mayoría de los actuales ayuntamientos nacieron en el siglo XIX. O sea que esencias, identidades e historia, pocas. A lo más, puro terruño caciquil.

La verdadera razón es mucho más pedestre e inconfesable. Vean un simple ejemplo bien cercano. Avilés, Castrillón, Corvera e Illas, actualmente, tienen un total de setenta y dos concejales. Si se unificaran en un solo ayuntamiento, como es lo razonable porque es una sola urbe, los concejales serían veintisiete. ¿Qué hacemos con los que sobran? Ese es el único problema, pero de momento se antoja irresoluble.