Todas las historias tienen al menos dos puntos de vista, algunas más, las hay que tienen tantos puntos de vista como actores y espectadores juntos, lo que complica mucho entender el argumento. Sin embargo hay otras que por mucho que quieran disfrazar con floridos argumentos sólo encuentran un camino que, al final, acaba por aparecer.

No me interpreten mal, no hablo de literatura, hablo de educación. Esa que hasta hace poco se supone que debía ser personalizada (lo que se traducía por atender a la diversidad del alumnado), integradora, motivadora, activa, etc. Es decir, lo que nos venían resumiendo como «de calidad». Una palabra preciosa pero que ya no sé si entiendo muy bien, al menos ya no estoy segura de que mi versión de su significado tenga validez para todos.

Y que conste que no creo que con el aumento del número de alumnos en el aula los más perjudicados vayan a ser los maestros que trabajen (y digo los que trabajen porque, no nos engañemos, el «ahorro» se basa fundamentalmente en dejar de contratar al mayor número de profesorado posible), los realmente perjudicados van a ser los niños y niñas que compartirán cada aula. Las generaciones a las que les toque prescindir de apoyos si tienen alguna dificultad en el aprendizaje. Por muy provisional que sea la medida a esos niños y niñas nadie les va a poder compensar esa etapa en su proceso de aprendizaje.

Habrá quién recuerde que hace años llegábamos a ser cuarenta por aula, pero quizás puedan recordar también cómo aprendíamos, de forma repetitiva y monótona, sin posibilidad de reflexión, de análisis. Exactamente lo que se esperaba de nosotros entonces, no sólo como alumnos sino también como ciudadanos.

La escuela pública debe compensar desigualdades, ofreciendo los medios y las oportunidades a los que carecen de ellos. Debe facilitar a sus alumnos el aprendizaje autónomo, la capacidad de decisión crítica ante su entorno y la sociedad que le va a tocar vivir. O al menos esa era la versión de la historia que yo me había creído.

No crean que me preocupan como maestra las clases de treinta alumnos, una va organizando el trabajo según se le presenta y desenvolviéndolo lo mejor que puede, pero precisamente porque sé que la capacidad del ser humano es limitada, me preocupan, y mucho, como madre.

Y es que la excusa de la crisis cada vez justifica más desatinos. Quién sabe qué será lo siguiente. Echémonos a temblar.