El verano es, quizá, la mejor época del año para hablarles de un vicio que ha ido extendiéndose hasta convertirse en una aberración cotidiana que ocultamos por vergüenza y sentimiento de culpa. Me refiero al neverismo, a esa costumbre, cada vez más arraigada, de meter en la nevera todo lo que, por pereza, no sabemos dónde ponerlo. ¿Dónde pongo esto? Mételo en la nevera, por si las moscas, decimos sin pensar que lo mismo estamos mezclando mariposas con murciélagos. Y el resultado, al final, es que la nevera, que fue creada para la excepcionalidad, va llenándose de alimentos que sufren la injusticia de un destierro siberiano que les afecta hasta el punto de que nunca más vuelven a ser lo que fueron.

Somos así de crueles. Si hiciéramos un análisis, serio, de muchos de nuestros actos, terminaríamos por condenarnos sin atender a la presunción de inocencia. Pero la reflexión, en este caso, no persigue abordar las consecuencias del neverismo desde la óptica del maltrato a los tomates y las lechugas, pretende llamar la atención sobre una conducta que pone de manifiesto que la sociedad es imperfecta y exige de los inconformistas el oportuno varapalo que restablezca los límites de lo sensato, pues es evidente que la autorregulación no funciona ni en el ámbito doméstico. Yo mismo, sin ir más lejos, suelo abandonarme al vicio del frigorífico; un aparato que prefiero llamar nevera porque el nombre me parece más bonito y hace justicia con lo que fue su origen, hace un montón de siglos.

Nadie lo cita, ni está previsto ningún festejo, porque, tal vez, no tiene importancia, pero se cumplen, ahora, cien años desde que saliera a la venta la primera nevera. Cien años de la nevera en el mundo aunque solo sesenta desde que llegara a España, lo cual corrobora que los tan repetidos cuarenta años de retraso, lejos de ser leyenda, forman parte de la identidad española.

Las neveras llegaron por primera vez a España en 1952, pero tuvieron que pasar todavía unos años para que acabaran llegando a los hogares menos pudientes. No estaba al alcance de cualquiera comprar un aparato cuyo precio había ido descendiendo desde la friolera de los 1.000 dólares, de entonces, que costaba en 1912, a los 714 de 1922, que era casi el doble de lo que costaba un Ford T. Desconozco el precio con el que, en 1952, se pusieron a la venta en España, pero sí puedo decirles que en 1965, cuando un obrero cobraba 3.000 pesetas, una nevera corriente no bajaba de las 11.000, casi el sueldo de cuatro meses.

Salvaba la situación que, por aquellas fechas, la nevera no era imprescindible. Es posible que hiciera el mismo calor, o más, que ahora, solo que entonces no había tantas cosas que guardar y, aun así, la gente pensaba bastante, no estaba por la labor de condenar a un melón o una lechuga al frio antropoplasta. De todas maneras, como tampoco faltan estudios sobre los temas más peregrinos, me he topado con uno que analiza el interior de las neveras de todo el mundo, señalando que las más ordenadas son las holandesas y las más tristes las británicas, pero advierte que cuesta distinguir los países por lo que la gente almacena en sus neveras ya que todas están atiborradas con los mismos alimentos y las mismas tonterías, incluido el medio limón de siempre.