Los quince minutos (o así) de oscuridad del principio alumbran «El montaplatos». La falta de luz es metafórica. Y también su presencia. Pero es natural. Los espacios escénicos de un tiempo a esta parte los modifican los focos. En «El montaplatos», aparte de modificarlos, los subrayan. No vaya a ser que el espectador no atisbe las elaboradas metáforas que proponen Harold Pinter, Andrés Lima y Alberto San Juan (autor, director y adaptador, respectivamente, de la última función de las Jornadas de Agosto, el viernes pasado, en Los Canapés) sobre el poder, los poderosos y los apoderados. «El montaplatos» comienza siendo una comedia del absurdo y termina siendo una tragedia con poca gracia. De esas con el foco trágico y oscuro rápido. Los espectadores avilesinos, por un instante, se consumieron en un interrogante. Pero ¿ya ha terminado?

Vamos por partes. Dos asesinos esperan una llamada en una habitación oscura. La espera se hace eterna y empiezan a hablar de idioteces. Normal. Esta propuesta inicial era fantástica en el momento en que Harold Pinter la planteó (a mediados de los pasados años cincuenta), pero ya no... los teléfonos móviles no son nada dramáticos. Por un aquel de gravedad, Lima decide que los primeros movimientos de sus actores se hagan en la penumbra. Los dos acaban de despertarse... los dos aguardan. A una cosa así como el «Godot» de Beckett. Y entonces es cuando empiezan a hablar. Los presupuestos del teatro del absurdo se sustentan sobre la circunstancia de que el mundo deja de tener sentido después de las explosiones atómicas de Hiroshima y Nagasaki. ¿Para qué hablar si un bombazo nos deja sin mundo y sin nada? Esta circunstancia se lleva a escena, y mucho, en Francia. Y también en el Reino Unido. El absurdo del teatro del absurdo se materializa en diálogos de besugos. Los personajes hablan, pero no se dicen nada. O sea, no se comunican. Y con esto -con las palabras pronunciadas y la ausencia de comunicación subsiguiente- los dramaturgos de hace ni se sabe cuánto tiempo se convirtieron en críticos de la sociedad moderna. O eso es lo que dicen los historiadores de la literatura. El teatro del absurdo, pues, se mantiene absurdamente sobre los escenarios. La doctrina sobre las tablas es tan poco positiva como un sermón sobre el púlpito. Subrayar lugares comunes sólo convence a los convencidos.

Y, pese a ello, ahí siguen las cosas absurdas del teatro del absurdo. «El montaplatos» incluido. Con dos asesinos que en vez de llamarse Ben y Gus se llaman Benito y Gus... y esperan a Gutiérrez, que es el mismo al que Pinter llamó Wilson. Y obedecen. Y obedecen. A una luz cenital que es Dios, que es el opresor, que es... Y ellos dos son los dos idiotas. Uno que no replica y el otro que tiene dudas y hace preguntas, por si no había quedado claro de qué va la cosa...

«El montaplatos» es una obra de otro tiempo. Y es una lástima que haya sido elegida como la última de una carrera tan larga y extraordinaria como la de la compañía «Animalario», la productora del espectáculo del que Alberto San Juan y Guillermo Toledo intentaron salir airosos.