A partir de este primero de julio la Unión Europea ha añadido un nuevo país miembro. Con la recentísima incorporación de Croacia ya somos veintiocho. Si hasta ahora hemos sufrido la desesperante lentitud con que se mueve ese monstruo burocrático supranacional, a partir de este momento tendremos que añadir unas cuantas dosis de paciencia más. Un nuevo ejército de políticos, intérpretes y burócratas en general se incorporarán al enjambre de oficinas de Bruselas, Estrasburgo, Luxemburgo y Francfort. Suculentas dietas y otras sustanciosas prebendas esperan a los croatas que tengan la dicha de acceder a algún puestillo de funcionario europeo y a los políticos de desecho de ese pequeño país que sus partidos envíen al dorado cementerio de elefantes que es el Parlamento europeo.

Por supuesto que, tal como están las cosas, Croacia tiene todo el derecho del mundo a formar parte de eso que, eufemísticamente, se conoce como Unión Europea, cuando en realidad deberíamos llamarlo el IV Reich, que con espíritu prusiano nos rige con mano de hierro la «Kanzlerin» Merkel, que sólo le falta el mostacho y el «Pickelhaub» o casco de pico para ser la reencarnación del mismísimo Otto von Bismarck. Es que no en balde Croacia perteneció a los Habsburgo y al Imperio austrohúngaro hasta la I Guerra Mundial, de modo que, puestos así, se podría decir que tiene incluso más derecho que España para estar en el club de las colonias alemanas que es esta cosa de Europa.

Croacia es uno de esos muchos países europeos que jamás existieron hasta que la derrota de las Potencias Centrales en la Gran Guerra disolvió los imperios austrohúngaro, alemán y otomano. Y ni aún entonces, porque el romanticismo pequeño-burgués creó el Reino de Yugoslavia, constituido con los territorios balcánicos de habla eslava. En verdad el Estado independiente croata fue un invento de los nazis que, tras invadir el país, impusieron un régimen títere bajo el gobierno del partido Ustacha, que basaba su ideología en el separatismo religioso católico y la supremacía racial croata frente al resto de los eslavos del sur, mayoritariamente ortodoxos y musulmanes. El estado fascista croata, que en crueldad emuló con mucho éxito a sus amos alemanes, desapareció con el fin de la II Guerra Mundial y la toma del poder en toda Yugoslavia por los partisanos. Y volvió a inventarse de nuevo, tras el fallecimiento del mariscal Tito, la desintegración de la Liga de los Comunistas y la sangrienta guerra civil que asoló los Balcanes en los años noventa, con cuyas brutalidades se escandalizaron tanto los bienpensantes europeos que, naturalmente, no movieron un dedo para evitarla. En ese conflicto los alemanes y los austriacos apoyaron a los independentistas croatas que, naturalmente, eran los buenos, porque para eso eran los suyos de toda la vida.

Una de las fórmulas más vieja que la tos que tienen los imperios para dominar es dividir a quienes les pueden hacer frente. Así se desmembró la potente Yugoslavia y un cacho de ella un poco más grande que Aragón, como es Croacia, ha vuelto a poder de los germanos. Podíamos aprender un poco de la historia ajena para no repetir aquí los errores que otros cometieron. Es que andamos asistiendo de un tiempo a esta parte a las mismas milongas de independencias de naciones inventadas que nunca existieron y de separatismos cantonalistas debilitadores. El afán irresistible de ser cabeza de algo, aunque sea de ratón, que algunos tienen facilita mucho las cosas a los imperios. En el caso de Cataluña, si sucediera, sería al francés, al que siempre apeteció «Catalogne».