No es nuevo, ni privativo de los españoles, ni contemporáneo. El individuo constituido en masa, pueblo, nación o raza ofrece características similares desde los más remotos tiempos. Cuesta poco imaginar a los machos de la caverna peleando entre sí, para llamar la atención y conseguir el favor de la hembra y el aplauso de los congéneres, intentando cascarle el cráneo o las piernas al contrincante que se prestara a ello. Quizás, cuando se apercibían de que un entretenimiento podía acabar con el censo, se dedicaron a perseguir, reducir, domesticar o matar animales, de lo que entonces había mucho. Los bajorrelieves y las ánforas decoradas eran los iPhone de los ancestros y nos han dejado escenas de violencia gratuita, que es una de las formas en las que los seres humanos se distinguen de los animales; en eso y en tomar vacaciones y ausentarse en los puentes, yo no veo otras diferencias más notables. Babilonios, asirios, lacedemonios coronados, griegos y latinos se despepitaban en confrontaciones con fieras o congéneres. Los romanos, que alcanzaron alturas refinadas importantes, instituyeron el circo, para entretener a las masas y que no se apercibieran con mucha claridad de los manejos corruptos de sus gobernantes. ¡Qué magisterio para nuestros políticos! ¡Deberían elegir al emperador Vespasiano como patrono! Se le ocurrió la idea de crear un impuesto sobre la manía de mear, el "vectigal urinae". Contestó a una impertinencia de su hijo Tito, cuando le reprochaba que cobrase por evacuar la vejiga. "pecunia non olet", el dinero no huele. No fue el único. El ansia y las necesidades del Estado vinieron reflejadas, castizamente, en el siglo XIX, criticando al Alcalde de Madrid que quiso imponer una tasa sobre lo mismo: "Cinco duros por mear, / Señore, qué caro es esto. /¿Cuánto cobra por cagar/ el señor duque de Sexto?"

Volvamos a la diversión. Creo que los políticos se equivocan creyendo que a la plebe nos gustan y celebramos sus tropelías. Eso, para un rato vale, pero se necesitan otras distracciones para consumir el duro trance por el que pasamos. Y, en lugar de inventar nuevas desviaciones de la atención, nos están recortando también otras. La estólida resolución de las provincias catalanas al prohibir las corridas de toros es eso, una estupidez. Incluso, causando repugnancia, hay que extraer corolarios históricos de verdaderas barbaridades como las de lanzar una cabra desde el campanario de la iglesia y los aparentemente necios "correbous" tan apreciados en aquella región antitaurina. No es, como podría parecer una cruel diversión española. Recuerdo mi primer viaje a Francia, en 1937, plena guerra civil, cuando pude cruzar la frontera para procurar noticias de mis padres, aislados en el Madrid rojo. Residí unos días en San Juan de Luz, en pleno verano, abarrotado de turistas de Europa y América. Pues una de las fiestas era, precisamente, "el toró de fuegó", así pronunciado en español, un pobre novillo despavorido en cuyas astas habían adherido teas ardiendo que no le causaban daño pero sí un comprensible desconcierto. En uno de mis viajes a la Cuba anticastrista me llevaron a presenciar una pelea de gallos que, rotundamente, me desagradó. Aunque, por televisión, me entretenga un buen match de boxeo con púgiles hábiles y parejos, solo he visto un combate en directo.

En general, los desahogos lúdicos españoles suelen ser bastante brutales, cuando no ridículos. Admito -y lo presencié una sola vez- el estruendo de las fallas valencianas, el chisporroteo de la mascletá, el fuego, cambiante, purificador y destructor. Comprendo la satisfacción carpetovetónica por ver perseguir a una vaquilla y encuentro belleza en el acoso y derribo de toros en el campo, por los garrochistas. En cambio rechazo el sacrificio a lanzazos del toro de la Vega simplemente porque no es un encuentro parejo, sino la dolorosa ejecución de un ser vivo, sin otro arte aparente que el de acertar con quinientos kilos de carne.

No he estado jamás, ni lo he deseado, en otra fiesta de mucho tronío, desde que nos la descubrió Heminway: los Sanfermines. Nunca entenderé que gente que se acuesta tarde y ebria, se levante temprano, ate un pañuelo colorado al cuello y compita con seis toros y unos cabestros por las calles de una capital. Es arriesgado, ha habido victimas, no le encuentro el lado deportivo y vicia a las reses que, unas horas más tarde, tiene que vérselas con los toreros.

Sin embargo, me gustan las corridas de toros, me agrada la idea, su desarrollo, el ritual y las estrictas normas por las que se rigen, creo que es la única actividad española que respeta los términos de una acción conjunta. La división de los tercios, la colocación de los peones, la dosificación del castigo y la certera estocada. Por supuesto una mala corrida es algo muy feo, como un mal partido de fútbol, de tenis, o un mal encuentro de boxeo. En la Plaza, teóricamente, cada uno de los actores sabe lo que tiene que hacer, incluso el toro, aunque no haya aprendido nada en la dehesa. Una confesión: lo que menos me agrada de las corridas es el público, el jaleo, los comentarios, los abucheos, las ovaciones. Pero uno es asi de raro.

Se echa en falta cierta imaginación entre nuestros dirigentes. El espectáculo de sus latrocinios resulta aburrido y ya no nos conmueven la promesas edilicias de encontrar esos dos millones y pico de euros que faltan en el Niemeyer, matarile rile rile.