Están saliendo muchos trapos sucios de políticos, sindicalistas, funcionarios y empresarios. Generalmente no es que les hayan pillado con las manos en la masa, porque casi todos los sucesos son de hace tiempo, de cuando todo era jauja porque había dinero a espuertas. Lo que ocurre es que ahora se destapan porque el horno no está para bollos ni para nada, que le falta la candela, y en pelota picada han salido a relucir los descuelgues, las estrías y los untos.

En este destape todos están ojo avizor. En cuanto se descubre alguna corruptela de alguien de un grupo determinado, los demás saltan como inquisidores feroces a pedir la dimisión, el destierro, el presidio y el cadalso para el imputado. Su inmaculada conciencia les hace insoportable la visión de la sola sospecha de que uno del equipo contrario pudiera haber cometido la más mínima fechoría, que la cosa pública ha de ser impoluta. Hasta que cae uno de los propios, claro. Inmediatamente se alegará que el asunto de su compadre no tiene nada que ver con el otro; dónde va a parar si a lo sumo es una simple irregularidad contable o administrativa, o sea, nada que no haya hecho todo el mundo. Para confirmar este aserto sacrosanto el colega suele clamar por una ordalía y ofrece poner la mano en el fuego por el acusado, pero de boquilla porque, si fuera de verdad, estarían colapsados los centros de quemados y serían incontables las manos calcinadas que habría deambulando por el territorio patrio.

En estos casos se suele recordar aquello de ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio. Desde la distancia podría pensarse que este comportamiento es de una hipocresía extrema, propia de sepulcros blanqueados. Pero probablemente no sea esa la razón por la que se juzgue con distinta vara de medir según sea el traje para uno o para el de enfrente. Por lo que se ve generalmente quienes se comportan de esta forma lo hacen con pleno convencimiento y henchidos de moralidad. Y esto puede ser cierto y no una impostura. La moral es el conjunto de las normas y costumbres de un grupo determinado, así que quien meta mano en la caja común cumple a rajatabla con su moral, si esa es la costumbre de su grupo, suponiendo que en este se considere que el dinero público no es de nadie, como dijo aquella infausta ministra de cuyo nombre no quiero acordarme.

Está bien que cada grupo tenga sus propios usos y que con ellos constituya unas normas morales por las que se rijan. Pero el problema está en que la complejidad de la sociedad actual no puede sustentarse en tribus autónomas. Son imprescindibles unas normas superiores que regulen y cohesionen a toda la comunidad. Se dirá que para ello están las leyes y demás normas jurídicas. Pero sólo con éstas no se garantiza la aspiración de libertad del individuo y la armonía social. Para ello es imprescindible el desarrollo de la virtud ética de la fortaleza que se manifiesta, por un lado, en la firmeza del individuo para esforzarse en conservar su ser y en ampliar su libertad mediante el conocimiento, y por el otro, en la generosidad para ayudar a los demás con eficacia. El conocimiento hace al hombre más libre y con ello también comprende la necesidad de ser eficazmente generoso, porque el ser humano es un animal social. La enseñanza y aplicación de estas virtudes limitarían la corrupción a casos excepcionales. Pero estas son las virtudes de la «Ética demostrada según el orden geométrico», de Benito Spinoza, y me temo que ya no se estudia filosofía.