Quiero hablar de Eugenia Martínez Vallejo, de "La monstrua", de la niña. Hace unos meses fui exclusivamente al Museo del Prado a ver los dos retratos, la vestida y la desnuda, que se encuentran uno al lado de otro mirándose íntimamente, como si fuesen dos personas diferentes. La trajeron a la Corte desde Bárcena, un pueblo burgalés. Cuando Carreño Miranda la pintó, hacia 1680, tenía aproximadamente seis años y pesaba unos cincuenta y seis kilos. Estaba enferma y hoy podríamos diagnosticar su mal. Se denomina síndrome de Prader-Willi.

Tirando de los criterios empleados para el diagnóstico encontraremos el hilo de su vida en palacio. Su obesidad se desarrolló antes de los seis años y vivió obsesionada por la comida que, incluso, llegó a robar para satisfacer su desmedida hambruna. Por eso aparece en un retrato con una manzana en cada mano, y en otro con un racimo de uvas. ¿Sería la única forma de mantenerla quieta y tranquila mientras el pintor perfilaba sus rasgos? Tenía los ojos almendrados y padeció miopía. La niña paseó por los recovecos, por los pasillos mal iluminados percibiendo, únicamente, sombras y su dificultad para aprender los recorridos le llevó a equivocarse una y otra vez y a llorar de desconsuelo. Se encontraba sola, sin palabras, observada y sin cariño.

Es probable que muchos días no durmiese y que a momentos de tranquilidad le sucediesen rabietas, enfados repentinos y se pellizcase hasta causarse heridas. Pero nadie podía explicarle los motivos de tanto dolor, ni por qué sus manos eran diferentes, angostas o le costaba tanto vomitar tras una hartura. Pero ¿a quién importaba?, era una diversión de cortesanos y hasta se apostaba para ver cuánto era capaz de digerir.

Aunque Eugenia, también, se divirtió, sobre todo con el bufón Francisco Bazán, que había llegado a la Corte en 1679. El tiempo que a éste le quedaba libre lo empleaba haciéndole cosquillas y trayéndole comida a hurtadillas. A Bazán se le conocía como "alma del purgatorio" y con su pena a cuestas podía entenderse con la monstrua.

No quiero hablar del traje majestuoso, rojo y blanco, ni de la intención de convertir a esta niña en el dios Baco. Cuando estuve frente a ella no admiré la pincelada de Carreño, la concepción del espacio, su prodigio para el retrato. Solamente miré a Eugenia a los ojos para no olvidar nunca esa mirada que no mira.

Hay historias que se repiten, que nadie puede banalizar, ni convertir en objeto de decoración, como la niña de etnia gitana que me encontré al volver de Madrid, otra inocente que carga, sobre el hombro, con una radio y baila al ritmo de las rumbas y sonríe. Siempre me saluda, pero hoy me doy cuenta que me llama por mi nombre. Y, sin embargo, desconozco el suyo. Entonces, mientras escribo este artículo me prometo que cuando la vea, de nuevo, se lo preguntaré, para dejarlo escrito, junto con el de Eugenia, el de Francisco y el mío. No tiene fin esta historia de bufones.