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Los últimos inquilinos de Alcoa

Apenas quedan vecinos en el olvidado poblado de Endasa, propiedad de la multinacional aluminera, a la que pagan 36 euros de renta al mes

Abel García, delante de su casa. MARA VILLAMUZA

Habitan un barrio que parece sacado de una ciudad obrera de los países del antiguo bloque comunista con un toque a pueblo semiabandonado del salvaje Oeste, un escenario que bien podría acoger un episodio de "The Walking Dead": ventanas cerradas o tapiadas, paredes desconchadas. Son los últimos inquilinos de Alcoa, familias de trabajadores que residen en el denominado poblado de Endasa, en Gozón, al pie de la ría avilesina. Pagan al mes 36 euros de alquiler a un casero que quiere echar el cierre a la empresa que ha sido la vida de cientos de familias. Sobre el futuro de este poblado nada se sabe aún.

Nélida Álvarez, Victoria Bermúdez, María Ontonil y Cándida Varela residen a un paso de la fábrica de aluminio desde hace medio siglo. "Si hemos vivido bien ha sido gracias a la fábrica. Nuestros maridos trabajaron mucho para hacer grande a la empresa", se indigna Cándida Varela, dejando a un lado la escoba en el portal. "Aquí quedamos sólo nosotros, nuestros hijos están ahí abajo, en la fábrica; el país no está para desperdiciarlos", lamenta Cándida Varela.

Las calles del poblado de Endasa están vacías. La compañía nacional de aluminio levantó el barrio en los últimos años 50 y adjudicó los pisos a obreros y empleados de la aluminera de la orilla derecha de la ría. Alcoa heredó las propiedades inmobiliarias de la antigua empresa pública Endasa-Inespal. "Pagamos 36 euros de alquiler, es simbólico, lo sabemos. No ha cambiado desde que llegamos aquí, en la década de los sesenta. Pero entonces mi marido ganaba 2.000 pesetas al mes", apunta Cándida Varela para establecer comparaciones.

"Fuimos los últimos en poder disfrutar de vivienda de la empresa en Avilés. ¿Ve? Cada portal tiene una chapa del Ministerio de Vivienda", explica Nélida Álvarez. Habla en la puerta con Victoria Bermúdez, que no quiere salir en las fotos: "Mira cómo estoy". Está con la bata de andar por casa. Acaba de salir para tirar la basura al contenedor. Pasa igual con Abel García, que fue especialista en la fábrica durante buena parte de su vida y que lleva "siete años desvinculado de la empresa". Pero sigue las noticias: "Está la cosa muy complicada, no sé en qué va a quedar todo", señala.

Ahora no son más de treinta las familias que viven en el poblado. "Sólo quedamos los mejores", bromea Nélida Álvarez. "Los hijos hace tiempo que se fueron", añade. "Otros se marcharon a Avilés, a las cooperativas que había allí", dice el jubilado de la empresa. "Hay muchas casas vacías", apostilla Nélida Álvarez. Y se notan: ventanas enladrilladas, balcones sin rejas, fachadas desprendidas. "Pero estamos muy bien: vienen tres panaderos distintos, el frutero y hasta el de los congelados", explica Nélida Álvarez, animando la tertulia.

En el poblado hubo clases. No era lo mismo ser empleado que obrero. "Los empleados recibían carbón, nosotros no", protesta Victoria Bermúdez. Había seis bloques para obreros y sólo uno para empleados. "Luego eso cambió y nos mezclamos", admite Álvarez.

Se han pasado media vida pendientes de la fábrica que ahora amenaza con echar el cierre. "Estas casas se construyeron tan cerca de la fábrica no fuera ser que pasase algo. Entonces no había coches para llegar en un minuto", explica Abel García.

Corre un gris de los que agrietan las manos. Las mujeres se protegen con las batas. Hablan de que Alcoa ordenó derribar una de las fases de la promoción que les dio vida durante tantos años. "Las tiraron al suelo y enterraron los escombros ahí mismo", dice Cándida Varela con cierta indignación. "El día que faltemos nosotros, estas casas van para el suelo", vaticina García. Pero no quieren hilar su presente con el cierre de Alcoa. "No podemos permitirlo", concluyen mirando con cierta resignación a la ría.

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