En Bildeo nadie recuerda en qué año se prohibió tener los animales domésticos sueltos por el pueblo, paciendo o picoteando a su aire por los caminos, sólo libraron perros y gatos. Ciertamente, aquello parecía un zoológico, pero el peligro de atropellos era escaso, no había carretera. Además, se mantenía un orden que tanto los animales como las personas entendían perfectamente. Pitas, gochos y burros disfrutaban de sus paseos alimenticios y de relaciones sociales, hasta que el ama de casa daba un par de voces:

-¡Yina, Yíííííín! ¡Yina, Yíííííín!

-¡Pitaaaas! ¡Pitaaaas!

-¡Catalíííííína!¡Catalíííííína!

Los burros iban por libre, sólo Catalina, la burra de los de Fonso atendía la llamada. Identificados los gritos como toque de fajina, los presuntos implicados emprendían rauda carrera hacia su morada, porque era seguro que había tema comestible al canto; los animales identificaban infaliblemente la voz de su ama, no había lugar para confusiones.

Una broma frecuente entre chavales, y no tan chavales, era decirle a uno, cuando su madre llamaba a los cerdos, (recuerden, ¡Yina, Yíííín!):

-¡Te está llamando tu madre!

A lo que el otro replicaba con alguna lindeza:

-¡No, es la tuya llamando al gocho de tu padre!

Hablando de gochos, en las aldeas asturianas se entiende por braco a un lechón, pero también se aplica a los cerdos en general, es decir que el término vale lo mismo para las crías de pocos kilos, tamaño Casa Cándido, que para un verraco de más de doscientos; lo más probable es que braco provenga de verraco.

En Bildeo tenemos una familia que llamamos de los Bracos, y de en Cá los Bracos salieron unas camadas temibles de mozos furones, que parecían haber chupado todos de la mejor teta, porque ninguno se quedaba atrás. Los lectores que entiendan de gochos, saben que cada lechón de una camada se apropia de una teta de su madre y ningún otro puede mamar de ella, siendo las mejores las de atrás, más llenas de leche, y más flojas las delanteras. Adivinen de dónde copiaron la técnica los políticos.

Francisco el Taberneiro tenía buena mano para el vino, no se notaba el agua, y sabía hacer combinados de vino y de cerveza con gaseosa que hacían las delicias de los montañeros que volvían de caminata con el secaño agarrado a la garganta. También se le daban bien los brebajes, como el anís de guindas; andaba un día haciendo limpieza en la bodega y reparó en dos garrafones de dieciséis litros que llevaban varios quinquenios dando anís de guindas por el antiguo sistema de no renovar la fruta original, por no gastar, e ir rellenando con aguardiente y una palada de azúcar cada año.

El cantinero, en un ataque de ética profesional, encargó dos cestas de guindas a uno de Grado y, una vez las tuvo en su poder, puso un colador intermedio y vació el poco licor que quedaba en los garrafones, consiguiendo llenar una botella de Anís del Mono.

Junto con el licor, Francisco extrajo diez o doce kilos de magaya, no había otro nombre aplicable a la masa de guindas podridas y conservadas en formol, bueno, en alcohol, que llevaban allí presas toda una vida y que se negaron a salir por las buenas; una vez en el barreño, el tabernero lavó ambos garrafones, poco por fuera y menos por dentro, echó las guindas nuevas, basculó dentro unos kilos de azúcar, unos garrotes de canela, rellenó hasta arriba con anís corriente y corchó; el truco consistía en darles a los garrafones unos buenos meneos a lo largo de las semanas siguientes, para que el azúcar se disolviese bien, y al cabo de unos meses, estaría para probar.

Estando Francisco con la alquimia, acertó a pasar por allí Joselín el Braco; viendo el barreño rebosante de masa de guindas, le preguntó a l tabernero qué iba a hacer con ellas.

-Voy a tirarlas dentro de un momento.

-¿Por qué no me las das a mí?

-Ahí las tienes.

Francisco era un cabronazo de mucho cuidado, sabía perfectamente para qué las quería aquel tacaño asqueroso, pero no chistó. Joselín, en cuanto llegó a casa volcó el barreño en el duerno de los cuatro cerdos, que tragaron en un santiamén aquella comida tan olorosa. A los pocos minutos, los animales comenzaron a comportarse de un modo extraño: apenas se mantenían de pie, avanzaban torpemente dos pasos, tambaleándose, luego reculaban hasta la pared, y acababan cayendo a tierra emitiendo gruñidos lamentables, de lamentar, como si cantaran un miserere a coro; por momentos se quedaban sentados, mirando sin ver, y sacudían la cabeza, aplaudiendo con las orejas.

La factura del veterinario le costó más que cuatro sacos de pienso que nunca compraba.

Seguiremos informando.