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Una rúbrica que cambiaría la historia

Tal día como ayer de 1593 el rey Felipe II concedió licencia a fray Agustín Montero para explotar el carbón que había hallado en Arnao

Una de las primeras fotos que se conservan de la mina de Arnao, con una chimenea de ventilación que ahora no existe.

En un grandioso Imperio donde el sol comenzaba a ponerse, el 11 de septiembre de 1593, el envejecido Felipe II concedía licencia al fraile Agustín Montero para explotar la mina de carbón de piedra que había descubierto en Arnao. La rúbrica del monarca, retorcida como un filamento sometido al fuego, tortuosa y serpenteante, ponía punto y final a un proceso abierto unos dos años atrás con otra signatura, más despejada, más sencilla; la del propio fraile en la carta enviada al soberano para implorar su auxilio en tal empresa.

Y entre firma y firma, una dilatada investigación sobre las virtudes que aquella "piedra negra", que el mar de Arnao abrillantaba como la obsidiana, podía contener y sobre los beneficios que llegaría a aportar a unas finanzas reales precisadas de ingresos.

En el invierno de 1591, Montero, fraile del monasterio del Carmen de Valladolid, se había encontrado de súbito con aquel extraño mineral, oscuro como paño de crespón; había iniciado las pesquisas contratando a herreros para que evaluasen las propiedades metálicas según exigían las nuevas ordenanzas mineras; había reportado las virtudes caloríficas de la piedra y redactado, con cierta desesperanza y nerviosismo, aquella carta ahora histórica.

Y después llegó una larga espera hasta obtener un veredicto, casi dos años de indagaciones que el rey encargó a un hombre de su más entera confianza; Felipe Benavides, Tapicero y Marcador Mayor del Reino, responsabilizado desde esa alta dignidad de controlar los patrones monetarios de la corona en sus dominios, un provechoso e influyente desempeño.

Las conclusiones fueron francas y concisas. No había manera humana de procurar un mercado a dicho mineral en Asturias, donde el aprovechamiento del carbón vegetal, materia prima común a lo largo del Medievo, era mayoritario y no existía tecnología adecuada para sacarle rendimiento. Pero en ese tiempo de averiguaciones, las gentes de Benavides habían observado que en el puerto de Lisboa se estaban desembarcando cargamentos del mismo mineral desde Inglaterra y Flandes, territorios hostiles en los que el Imperio se desangraba en estériles esfuerzos bélicos. Fue una motivación tanto política como económica la que decantó la suerte de fray Agustín y aquel permiso real y aquella firma enrevesada, las escasas aportaciones que la corona, empeñada en asuntos más enervantes, aportaría a la breve aventura del fraile.

Porque fray Agustín perseveró en solitario, con esa energía prodigiosa que únicamente las gentes visionarias poseen en su interior y que les permite navegar contra viento y marea, como un patache expuesto a una galerna. Y de su sacrificio nació otro acontecimiento pionero; la primera navegación carbonera de la historia de España con el flete de embarcaciones entre Avilés y Lisboa. Luego solicitó ayuda pecuniaria a la corona y la corona envió faltriqueras cargadas de silencio y la mina de Arnao se apagó.

Espero que algún día la figura de fray Agustín Montero sea reconocida con todo merecimiento como el inventor de la minería española del carbón; espero aunque no confío, dada la inveterada costumbre de este país de olvidar a sus hijos más ilustres. Quizá una sencilla placa con su nombre, o quizá, con justicia, un mayor respaldo al Museo de la Mina de Arnao, el enclave de patrimonio arqueológico industrial más importante de Asturias y uno de los sitios históricos más relevantes de España, donde quinientos años después un ayuntamiento, el vecindario y un puñado de personas, con el cariño de muy buenos amigos, están repitiendo los pasos de fray Agustín; sacrificio y faltriqueras, pasión y compromiso, innovación y futuro.

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