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La mansión de los cuentos

El castillo de Bembeldour (II)

Un sirviente anciano y siniestro da la bienvenida a la tropa de Christian

Niños y niñas con gorros de brujo, en la presentación del último libro de Dulce Victoria Pérez Rumoroso. R. SOLÍS

El miércoles pasado os adentrasteis en el misterioso castillo de Bembeldour junto a Christian y sus hombres. Un extraño y anciano anfitrión les invitaría a pasar la noche en él...

El anciano encabezó la expedición y comenzó a subir por las escaleras circulares con cierta dificultad de movimientos y sin mediar palabra. En silencio y en fila, los hombres encabezados por Christian subían siguiendo a su anfitrión; entre ellos se miraban asombrados.

Estaban ante un lugar frío, muy frío, iluminado escasamente con velas, candelabros y antorchas. En las paredes se podían observar aves disecadas de todos los tamaños y colores, las cuales pudiesen ser las que rodeaban la entrada del castillo con sus cánticos nocturnos, aves aliadas del misterio de la noche. La amplitud del castillo era enorme. El silencio de aquel lugar era verdaderamente escalofriante. Podía verse el humo exhalado de la respiración haciendo formas y fundiéndose con aquella atmósfera intranquila.

Una vez llegado al piso que estimó aquel delgado personaje, señaló con varios golpes de dedo distintas puertas, que presumiblemente serían las alcobas en las que pasarían la noche. Los hombres iban a entrar en sus cámaras sin más dilación, cuando el anciano, con sus manos siniestras, agarró el brazo de Christian con una fuerza incoherente para su estado de longevidad. Éste, al notar esa violenta sensación se dio la vuelta, lo miró atónito y tras unos segundos manteniendo sus miradas, el anfitrión tiró de su brazo hacia las escaleras nuevamente, esta vez en dirección descendente.

-Sigámosle- dijo Christian a sus hombres.

El anciano comenzó a descender por las escaleras y llegado a un punto, se detuvo. Miró hacia atrás comprobando que todos le seguían y esbozó lo que no se si podría llamarse sonrisa. Sus agrietados y finos labios intentaron separarse con fuerza, enseñando sus encías. Sus dientes negros pendían de la mandíbula, como si la piel se hubiese esfumado. Aquella sonrisa dio una sensación de inseguridad a los presentes. Sabían que era un hombre anciano, pero esa mandíbula con esos dientes cuya raíz era totalmente visible no era característica de un anciano, sino de la calavera de un difunto.

-¡Santo dios!- añadió uno de los hombres sin guardar sigilo ni respeto.

Llegando a la entrada del castillo nuevamente, aquella persona los dirigió hacia un enorme salón, que para la sorpresa y regocijo de los allí presentes, estaba lleno de manjares. Los hombres se miraban estupefactos, se hallaban en un salón totalmente iluminado, nada que ver con el resto de luz ambiental del castillo. Una mesa alargada y tantas sillas, platos y cubiertos como personas presentes.

Era totalmente imposible que en tan solo unos pocos minutos desde su llegada al castillo se pudiese haber preparado tan suculenta cena. Prácticamente imposible, máxime cuando no se habían observado más presencias en el castillo que la de los huéspedes y su misterioso anfitrión.

De nuevo el anciano personaje alzó su brazo hacia la mesa y esculpió esa ligera y tétrica sonrisa. Todos los partícipes cambiaron su mirada hacia otro punto. Con tal gesto les invitó a sentarse y se mantuvo toda la cena en el umbral de la puerta del comedor, como centinela que aguarda.

Los hombres ansiosos y sonrientes se sentaron a la mesa. Engullían como nunca todo tipo de manjares hasta que sus cuerpos no podían permitir la entrada de más alimento. Realmente parecía que esa cena estuviera prevista, esperándoles, como si aquel momento estuviese presagiado en el tiempo y escrito en sus destinos.

Tras aquella copiosa cena, el estado intranquilo de los hombres parecía que se había disipado. A la salida de ese caluroso e iluminado comedor, volvían a penetrar de nuevo en la oscuridad del castillo. El sentimiento de malestar volvió a cobrar fuerzas. De nuevo se veía el humo de la respiración debido a la gélida temperatura. Era como si aquel comedor fuese un ecosistema que cambiase desde las sensaciones físicas hasta el estado de ánimo de los presentes.

El extraño anfitrión acompañó de nuevo escaleras arriba, a los ya más cansados hombres a sus cámaras. Tan pronto como llegaron al piso seleccionado, uno de los miembros de la escuadra comenzó a sentirse mal, echando sus manos al estómago y a un sentimiento que le oprimía el abdomen. Quizás la cena había sido demasiado copiosa, o el frío hiciera mella en su salud. Acompañaron todos al enfermo a su alcoba, mientras el anciano aguardaba en el umbral. Además de vigilar la estancia de sus huéspedes, aquel hombre parecía espiar sus movimientos con su misterioso semblante?

Continuará...

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