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1920-2020 Historia del teatro Palacio Valdés

La prehistoria del teatro

De cómo un ciento de representaciones ocuparon plazas, conventos, carros y tablados hasta que Avilés tuvo su primer espacio dedicado expresamente a esos fines

Esta es la historia de un teatro. Un edificio destinado a la representación de espectáculos. Así que sus antecedentes no escritos hemos de buscarlos en las arquitecturas que para esos menesteres dispuso Avilés a lo largo del tiempo. Fueron pocas. Mucho tiempo transcurrió hasta que se empezaron a construir casas para las musas y, si echamos la vista atrás, por mucho que entornemos los ojos, no veremos más allá del siglo XVII, cuando las compañías de farsa representaban en el claustro de San Francisco, donde un simple tablado servía de foro y escena a los cómicos y de acomodo a las señoras y señores, valga la redundancia, acomodados.

En aquellos siglos de la Edad Moderna, tan poco modernos, sobraban el hambre y las guerras pero no los dineros, así que se imponía elegir muy bien los festejos. Además de los del calendario litúrgico como el Corpus, casi siempre los reyes estaban por el medio, ganando batallas o cumpliendo años y, si traían al mundo príncipes nuevos, mucho mejor. Por eso la primera certeza de representaciones teatrales en Avilés nos llega de 1605. El parto de la reina Margarita de Austria lo celebra el Ayuntamiento con una procesión de los vecinos, "sus personas, caballos y achas", acompañando al Justicia Mayor y acudiendo luego a ver una comedia en la plaza pública.

El teatro entonces no tenía casa. Y eso que nunca faltaron comediantes por estos pagos. Sabemos que, en abril de 1628, el Ayuntamiento acordó pagar a Diego Bustamante 12 ducados para que su compañía representase comedias en Avilés. La misma cantidad que, en 1658, concedió como sueldo anual a un tal Clemente Esteban, para que ejerciese su oficio de "atambor" en la villa. Clemente pertenecía a una compañía de comediantes que pasaba por Avilés, que, pese a ser pueblo de "músicos", se ve que entonces andaba escaso de percusión.

Otras compañías y otras representaciones jalonaron los años siguientes, bien para solemnizar actos políticos (el nacimiento del Príncipe de Asturias en 1707) o religiosos, como cuando, en 1733, Silvestre Barril preparó cuatro comedias para festejar el traslado de la imagen del Cristo de San Nicolás a su nuevo retablo.

El tiempo seguía pasando lento y teatro aún no había. Ni en las ciudades más principales de España abundaban. Los corrales de comedias eran pocos y las representaciones se apañaban en plazas públicas o en las casas de nobles, gremios o tertulias. No había casa de diario para el teatro.

En todo el siglo XVIII, cuando alguna compañía de verso, prosa, circo o malabares tenía el valor de pasar el Pajares y llegar hasta estos pagos, el Ayuntamiento le ofrecía, por todo avío, "carruaje y patio". Del claustro de los franciscanos se pasaba al patio interior del actual palacio de Camposagrado y se esperaba que, con la anochecida, fueran desfilando las máscaras.

Las cosas cambiaron despacio en el siglo XIX. Había costumbre, normal en toda Europa, de hacer representaciones "particulares". Por eso en algunas casas nobles de Avilés se montaban "estrados" para cómicos y músicos y allí, tan ricamente, los que podían, veían cómodamente esas representaciones en salones de confianza. Pero eso, como todo, llegaba a unos pocos. Estamos contando los usos de una sociedad injusta y vieja, en la que el concepto del ocio se desconocía y que solo diferenciaba a dos clases de personas: los que trabajaban con sus manos y los que no. Los oficios manuales aún eran considerados, oficialmente, "viles".

Las distracciones eran patrimonio de los que no doblaban el lomo. Para los otros, los que trabajaban, las ordenanzas municipales disponían poca expansión más allá de las fiestas y de unas tabernas en las que no se podía jugar.

Así, para que las clases modestas pudieran festejar alguna vez catando las mieles del teatro, el Ayuntamiento cedía sus propios salones. Y allí, en la casa de todos (es un decir), se montaban representaciones de pago a beneficio de la plebe y lucro de los artistas. Lo mismo que se daban bailes, desde 1836, alquilándolos a particulares que cobraban luego a dos reales y medio la entrada. De cuando en vez había que liberar la tensión social no fuera el diablo que, en medio de una hambruna, la gente cogiese garabatos y fesorias y fuese a protestar bajo los balcones de los palacios.

Llegó así 1839. En Avilés no habitarían más de 7.000 almas, ocupadas en sortear la viruela y el cólera morbo, ya que entonces los teatros eran tan escasos como los médicos. En la cúspide de la sociedad la nueva burguesía empezaba a discutirle la supremacía a la vieja nobleza.

Más abajo, los rapaces que le sobraban a la madre Avilés, se embarcaban en los buques de la Carrera de América. A Cuba. A los que aquí quedaban les seguía gustando ver, al menos un par de veces en la vida, una representación teatral.

Por estas cosas, aquel agosto de 1839 llegó la compañía dramática del reputado Ramón Bilches. Cómicos en busca de cuartel que Avilés les ofreció en la vieja escuela de primeras letras de la calle de la Cámara. El Ayuntamiento decidió alquilarles los locales a razón de veinte reales cada función y hasta blanquearles las fachadas. A cambio permitía que la compañía realizase algunas reformas a su costa y le fijaba los precios de la representación: dos reales el asiento de luneta, dos reales y medio los cuatro asientos delanteros con respaldo y lunetas de preferencia y gratis la entrada en graderías. Ahora bien, el Ayuntamiento podría aumentar el precio en las ferias de agosto. No era un mal trato... para el Ayuntamiento.

Aquellos tiempos siguieron siendo así, compañías de cómicos que llegaban en desorden, especialmente en ferias. En otras fechas la afición local era mantenida, al menos desde 1843, por los animosos componentes de la Asociación Dramática de Aficionados de Avilés, dirigida por Ramón Carreño, "con el objeto de procurarse una recreación honesta e instructiva y, al mismo tiempo, ser útiles al público". Claro que lo más parecido a un teatro que conocieron fue un tablado, con sus vigas y pontones, que encargaron al carpintero José Fernández por 180 reales. Pero, sin uso, acabaron donándolo al Ayuntamiento, que lo puso a disposición de las compañías que iban parando por Avilés.

La cosa no podía seguir de ese modo. Aprovechando que la burguesía se hacía sitio con los codos y que los edificios de las viejas instituciones eclesiásticas eran pasto de la ruina tras la Desamortización, el Liceo burgués se acomodó cerca del viejo convento de San Francisco, mirando a los actuales Jardininos de Álvarez Acebal. Arruinado el convento, aquel era un edificio municipal que se cedía a la sociedad para que allí se reuniera, representara teatro alguna vez (incluso funciones líricas en colaboración con la Asociación Dramática) y montase bailes y conciertos, además de enseñar música. Era uno de los dos edificios dedicados a espectáculos de público recreo, el de mayor categoría, "primer orden", y el de mayor aforo, 800 localidades. Pero no un teatro. Qué va.

Dije que había dos edificios, el otro sí era un teatro. Cierto que "de último orden" según las taxonomías municipales, pero otra cosa no había. Existía ya antes de 1846, pues el plano del ayudante de ingenieros Cándido Salinas lo retrata ese año en un solar de la parte alta de la calle de La Cámara, muy cerca del Parche. La Desamortización, una vez más, había jugado al billar con los edificios y las representaciones teatrales.

La escuela de primeras letras se trasladó a los locales abandonados del exconvento de La Merced y su espacio quedó libre para nuevo uso. Allí edificó, el ayudante de ingenieros Cándido Salinas, un coliseo para el Ayuntamiento por 19.000 reales. Un teatro, menos mal.

Nada de bueno dejaron para la posteridad las descripciones de quienes conocieron aquel odeón. Una planta de herradura como para una mula, no más, se proyectaba en altura con bajo, piso y cazuela. No pasaba de 300 localidades, siendo generosos en el recuento y haciendo la vista gorda en la cazuela. Ochenta butacas, ocho palcos, dos proscenios y paraíso. La parte baja y noble estaba ocupada por una especie de palcos portátiles cuyos asientos debían moverse con bisagras como los escaños de las cocinas de pueblo. Un cepo que atrapaba a los aguerridos espectadores de mayor precio. En lo alto, una cazuela bullanguera y libertaria, que de inmediato hacía saber a los elegantes si la función gustaba. Entre ambos, el patio para los de media tijera: empleados de cuello blanco y menestrales de mejor posición. Todo ello presidido por una araña de acristaladas lágrimas que nunca llegaría a pasar por tarántula gigante del Amazonas.

Un viejo entramado que, a sus asiduos, les hacía temer que en cualquier momento aquellos palcos sin columnillas de sujeción, que más que bañera no llegaban ni a bidé, se desplomaran unos sobre otros. Un querer y no poder. Por aclarar, con el diccionario de Madoz, era "reducido y mezquino" y por resumir, con "El Eco de Avilés", "muy malo, muy pequeño y sobradamente pobre".

Unanimidad: ese teatro pedía otro.

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