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1920-2020 | Historia del teatro Palacio Valdés

Varado en la marisma

Después de un inicio muy veloz, las obras de construcción del teatro quedaron atrapadas por la crisis económica y el abandono y, de repente, todo se paralizó

Toda la estructura del edificio y el acabado de la construcción de Eugenio Ribera pueden verse a la perfección en esta imagen única de las obras de construcción, desde el espacio para sótano bajo el patio de butacas hasta la zona donde apoyaría la cubierta. Foto: ROCAFULL / INFOGRAFÍA: MIGUEL DE LA MADRID

Recuerdo a Cástor Álvarez, músico, pintor, librero y personaje avilesino, hablándome de la construcción del teatro. Le habían dicho que, durante los años en que permaneció a medio terminar, si uno se asomaba a las puertas, veía una barca varada en medio de lo que iba a ser el patio de butacas. Era verosímil, el terreno cedido por Llano Ponte a cambio de 500 acciones era una marisma, como la mitad del Avilés cercano a la ría. Desde luego no hay imagen más certera para describir el estado en que se mantuvo el teatro durante casi dos décadas.

Nadie pensó que esto llegara a ser así cuando los discursos y los aplausos alumbraron las obras del teatro. Las cosas iban demasiado bien y, tras la primera piedra, siguió un ritmo frenético de construcción. Daba la impresión de que el resto de las piedras se peleaban por ser colocadas. El sistema del ingeniero Ribera ayudaba mucho. Se cumplía su teoría de que el cemento armado era ideal para edificios públicos en los que la higiene y la incombustibilidad fueran condiciones determinantes: hoteles, cárceles, hospitales, cuarteles, estaciones, bancos, oficinas y, por supuesto, teatros. En caso de incendio las columnas de hormigón armado no se deformarían ni a temperaturas de 1.000 grados centígrados. Pero no era el fuego el principal peligro que asediaba al teatro.

A finales de 1900 la estructura de cemento armado estaba completamente terminada y el avance de las obras notable. Algunos ya estaban preparando otra fiesta de inauguración para el verano de 1901. Pero entonces, como maldición, empezó a cumplirse la profecía que el alcalde Floro Mesa lanzara en su discurso de la primera piedra. Citando a Napoleón dijo aquello de que todos los triunfos y todas las alegrías se condensaban en tres palabras: "Dinero, dinero y dinero". Si no era chiste ni ironía, fue, seguro, una maldición, ya que eso es lo que empezó a faltarle al teatro.

La fachada principal, y única, estaba concluida en abril, pero hacía un par de meses que se sabía que el dinero no llegaba. Ni en Cuba ni en Avilés aparecía uno de aquellos "opulentos capitalistas" capaces de inyectar parné al cemento, que de hierro ya iba sobrado. El dinero se acababa y el 7 de mayo se decidió, en asamblea general extraordinaria, duplicar el capital de la sociedad. Pero tampoco hubo suerte. Las obras empezaron a ralentizarse. El teatro no fue techado hasta enero de 1902, aunque solo parcialmente. La cubierta total del edificio fue posible gracias a la buena voluntad del contratista que trabajó "al fiado", adelantando su parte sin cobrar. No había otra forma, pues, en esos momentos, las arcas de la Sociedad del Teatro estaban vacías.

Se intentó una última maniobra financiera, sacando obligaciones, pagaderas a veinticinco años y garantizadas por la hipoteca del edificio. Era abril de 1902 y la operación acabó en un enorme fracaso. No había recursos económicos y los ánimos empezaban a faltar también. El "Diario de Avilés", cuyo director en la sombra, y en el sol, era el mismísimo alcalde de Avilés, apelaba otra vez a Claudio Luanco. A su espíritu emprendedor y movilizador. Le pedía que ejerciera nuevamente "apostolado" y dejaba caer una crítica a su grupo de acompañantes pues "si el iniciador de la idea del teatro nuevo desmaya y se queda atrás, ¿qué vamos a esperar de los que nada iniciaron y no tienen amor a nada?". Ya se sabe que, cuando el dinero sale entra la cizaña y las viejas cuentas pasan al cobro. Y de todo eso empezaba a sobrar en la política de aquel Avilés.

La villa seguía siendo feudo liberal, pero se iba acelerando el proceso de sustitución que, en 1909, desalojaría a los liberales del poder. Ya se habían visto gestos significativos el día en que se colocó la primera piedra del teatro. Uno que hablaba a voces sin decir nada. El marqués de Teverga, el mismo Julián García San Miguel al que le faltaban solo siete meses para ser nombrado ministro de Gracia y Justicia del Gobierno de España, estaba allí, en los asientos menos relevantes, confundido con otros notables de Avilés, sin tener turno de intervención para hablar al respetable. No se le había colocado en el sitial de honor y eso, teniendo en cuenta que era el cacique de Avilés, el "jefe" del alcalde y uno de los personajes más relevantes del partido liberal, era cosa incomprensible, a no ser, claro, que el grupo que organizó la operación del teatro estuviera lejos de los intereses del marqués.

No hay que olvidar que el terreno fue donado por un Llano Ponte, es decir, el mismo apellido del enemigo más enconado de García San Miguel, de nombre Genaro, con el que luchó y al que venció por el emplazamiento de la estación del ferrocarril: el también marqués de Ferrera. Además don Julián tenía la cabeza en otra cosa. En las obras del nuevo templo de Sabugo. Una auténtica "catedral", planeada por Luis Bellido con el escudo de Avilés al frente, cuya inauguración, en 1903, supuso el cénit de la gloria Sanmiguelista y de su poder caciquil. Ése sí era su edificio, como se vería en la inauguración.

El año 1903 fue frontera para muchas otras cosas que influyeron en el destino del nuevo coliseo. La situación económica, que recibió al siglo XX tirando cohetes, se torció de la peor manera. Esa década que, como la empresa del teatro, habían empezado en la abundancia, se metió en problemas. El progreso duró cuatro días y la crisis empezó a trotar. Todo lo que eran fortalezas para Avilés, se tornaron debilidades en los primeros años del siglo.

La comarca se estancó con el puerto, que tenía su apoyo más firme en los embarques carboneros, un sector que entró en crisis precisamente en 1903. No empezó a recuperarse hasta cuatro años más tarde, pero entonces el fondeadero avilesino, con los embarques colapsados por la desatención de la Compañía del Ferrocarril del Norte, ya no podía volver a su posición de privilegio, el nuevo puerto gijonés de El Musel empezaba a entrar en funcionamiento. Las industrias que se habían instalado al calor de ferrocarril, puerto y dinero americano; las que habían modernizado la relación campo-ciudad y desarrollado el sector terciario, cayeron en barrena.

Los avilesinos vieron quebrar a la Compañía Avilesina de Navegación, cerrar a la Azucarera de Villalegre, desplomarse los valores de La Curtidora y los negocios bancarios. Por si fuera poco, las empresas más sólidas y más viejas tenían nuevos problemas, como le sucedió a la Real Compañía Asturiana de Minas que, también en mayo 1903, se enfrentó a su primera huelga de grandes proporciones. Herreros, mamposteros y crisoleros contra la empresa. Aguantaron el pulso durante medio mes. Luego llegó la firmeza patronal y la venganza. Los que siguieron trabajando lo hicieron por menos sueldo; otros no trabajaron más. Familias enteras se vieron obligadas a emigrar a los Estados Unidos de Norteamérica, poniendo un océano entre su casa y su futuro. El resumen de todo lo malo llegó en 1907, cuando se constituyó la Asociación Avilesina de Caridad, símbolo de la necesidad que trajeron los tiempos de escasez.

Salida de caballo, parada de mula. Como espejo gigante, el teatro reflejó todo aquello que estaba pasando. Nada era bueno. Con la entrada del verano del fatídico año 1903 se pararon las obras. En la caja de la Sociedad no quedaba ni un peso y se puso el edificio a la venta para poder hacer frente a las 60.000 pesetas que se le adeudaban al constructor, José Muñiz Piedra. Una, dos, tres, hasta cuatro subastas se hicieron entre junio y julio, partiendo del tipo de las 100.000 pesetas de la primera, para morir en las 82.998 pesetas de la última. Todas desiertas. Como las esperanzas de concluir aquel edificio, según el plan original, y dedicarlo a teatro.

Era una bella construcción, cubierta, con fachada y estructura concluidas, pero totalmente hueco, a falta de mucho trabajo de acabado y relleno. Y además un teatro. Algo disuasorio para los posibles compradores. Prohibitivo en tiempos rudos.

Sin poder concluirlo ni venderlo la sociedad del teatro se lo entregó al contratista para ver si podía cobrarse, con su venta, lo invertido en la construcción. Y José Muñiz Piedra se sentó en la calle Llano Ponte, número 9, a esperar que pasase algún comprador. Los anuncios de la venta empezaron con el año 1904. Ya no se vendía un teatro sino un solar, divisible en otros cinco, con 71,70 metros a la calle del Siglo XIX, 29 metros de fondo y un total de 19.191 pies cuadrados.

El teatro quedó desde 1904 en un estado que se repetiría otras veces en su larga y azarosa vida. En travesía sin salir de puerto. Convertido en una nave en deriva inmóvil mostrando sus tripas al sol.

Como aquella barca que, se decía, quedó atrapada por las obras. Hueca, vacía y varada en la arena de la marisma a la espera de un remolcador o de un Robinson Crusoe que la saqueara para hacer con ella otra cosa. Y así pasaron los años.

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