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1920-2020 Historia del Teatro Palacio Valdés

Ópera prima

En el teatro Palacio Valdés se representó la primera obra de género lírico completa que conoció Avilés; aquella jornada fue fiesta mayor para la buena sociedad

Uno de los diseños de vestuario de Auguste Mariette-Bey para "Aida", con el saloncito de plateas del Palacio Valdés como zona de ambientación. INFOGRAFÍA DE MIGUEL DE LA MADRID

Ha estado tan cargado de acontecimientos y de desgracias el nacimiento del Teatro Palacio Valdés que he decidido hacer un entreacto para llegar a un suceso notable. La primera ópera. Un anhelo que se preparaba mucho tiempo atrás, en las tardes de función, cuando un grupo de paseantes se agolpaba ante las ventanas del viejo teatro de la calle de La Cámara. Iban de pesca. Con la caña presta para atrapar un verso suelto del galán joven o un si natural de algún tenor de circuito provinciano. Pero era un coto de temporadas muy cortas, no había manera de echar la caña a gusto.

Tanta porfía resultaba habitual en una ciudad que, como ya sabemos, hasta 1877 solo podía ofrecer ese teatro. Fue en ese año cuando nació al borde de Las Meanas el teatro circo Somines, aquella sala multiusos para aliviar a Avilés de tanta penuria. Solar de varietés, de cine, de circo, cuplé o teatro popular, pero no de bel canto, ni siquiera de una zarzuela grande.

Sin embargo y, pese a lo que pudiera parecer, en el pobre del Somines se representó ópera. Fue allí, en el circular recinto con olor a serrín, donde volvió a la vida el verdiano "Il Trovattore" ayudado por el gran Enrico Tamberlick. Era el tenor romano gloria de la canción italiana e inventor, según extendido comentario, del "do sostenido de pecho". El mismísimo Borges lo recuerda en "El Aleph" representando el Otello de Rossini y dando esa nota.

Todo un acontecimiento. Un tenor legendario en Avilés. "Don Enrique" era una celebridad. Le tocó estrenar "La forza del destino" de Verdi o convertir en ópera a "Marina" de Arrieta, en 1871. Había frecuentado los teatros españoles con gran asiduidad desde 1845, sobre todo el Real de Madrid, durante décadas. Además había alcanzado gran nombradía incorporando al Manrico de aquella obra que lo traía a nuestra villa. Su representación fue parte de una de las últimas giras que, con su compañía lírica, dio por España en 1882, poco antes de acudir a las funciones inaugurales del teatro circo de Vigo, que acabó llevando su nombre.

Con ser importante este acontecimiento, el Tamberlick que se asomó al Somines era un cantante crepuscular, con una fama que le precedía, pero con unas críticas que empezaban a hacerle huir de la Corte a provincias. Ya tenía más años que vibrato. Un hito para nuestra villa. Pero sólo una pica en Flandes. Habría que esperar dos años más para que la compañía de la soprano Enriqueta Baillón levantara otra vez el telón del Somines para representar "La Favorita" de Donizetti. Decían en Oviedo que esta compañía sobrepasaba en calidad a la del propio Tamberlick.

Muchas glorias, pero glorias fugaces en una ciudad donde, durante años, la burguesía estuvo esperando y llorando por un teatro donde la ópera se encontrase como en casa. Pensado a la italiana, con palcos que pudieran llevar tal nombre, con buena sociedad chismorreando tras cortinas y anteojos, donde fumar en saloncitos de plateas y criticar, más al vecino que al tenor, en cualquier rincón.

Tal equipamiento se hizo de rogar. Qué otra cosa si no les he contado en estas páginas. Un tiempo demasiado largo para la espera y la desesperación de aficionados, diletantes e impostores. Las actividades musicales se tuvieron que retirar a gabinetes, salones de música domésticos, donde los más jóvenes aprendían armonía, solfeo y destrezas varias en el desempeño de los instrumentos. Mucha señorita bien tocando al piano transcripciones de ópera y de zarzuela.

Un compás de espera tan prolongado no se llevaba en paciencia en una villa con afición desde siempre por la música, culta y popular. Que conocía y disfrutaba de coros y orfeones, banda y compositores de lo serio y lo profano. Una villa de "músicos" de apodo y vocación. Tal vez menos de lo que se cuenta, pero también más de lo normal en pueblos de su tamaño. Pero ópera, la representación con todas las de ley lírica y escénica, nunca se pudo catar. Compañías en guerrilla y representaciones en pertrecho, pese a los nombres ilustres, fueron todo lo que por aquí llegó. Avilés debió esperar.

Lo hizo hasta que, en 1920, el ya Teatro Palacio Valdés fue realidad, y allí sí que la cosa era como mandaban todos los cánones. Aquella ocasión no se podía dejar pasar. Antonio María Valdés, un abogado y crítico de espectáculos más conocido por su nombre de guerra, "Aneroyde", dejándose llevar por la emoción de una visita al teatro en obras pidió una temporada de ópera como evento inaugural. "Embalsamad pues la magnificencia de aquella sala con las celestes melodías de un Verdi, un Bellini, un Rossini o Donizzeti. Permitid después que el metal de la orquesta haga el oficio de ametralladora interpretando a Wagner".

La ocasión acabó en desánimo cuando el estreno del teatro fue aquello tan descocado y vodevilesco que ustedes ya conocen. Los melómanos elegantes se temieron lo peor. Se merecían un desquite. Un desagravio que purgase, a la vez, tanta espera y el sufrimiento de señores bien y damas organizadas por el orden moral, cuando vieron que para inaugurar un templo que se suponía operístico, subían al palco escénico unas señoritas que, en eso de cantar, lo único sostenido que tenían era lo que sostenían unos indecentes escotes.

Por eso, cuando el 11 de junio de 1921 el teatro Palacio Valdés alzó su telón para que se asomara una "Tosca" de Puccini, el acontecimiento no fue sólo de gran altura artística, fue realmente una primicia histórica. La primera ópera con una representación cabal, en elenco y posibilidades escénicas. En un teatro, nunca mejor dicho, "a la italiana". Hecho a la medida de la burguesía local: con poca embocadura, pero mucha apariencia. El sueño mil veces aplazado, la reunión de la mejor sociedad para degustar el mejor espectáculo. El de más talla moral y más altura artística. Entonces su calle se llamaba del siglo XIX, pero aquello era un salto al siglo XX de la cultura.

Todo hacía pensar que se trataba de una representación de "primo cartello". Una compañía formada por elementos de los que representaban en el Teatro Real de Madrid, y con casi todo su atrezzo y equipamiento escénico. Lujo, elegancia y sapiencia. Pocas fechas antes ya se había mostrado muy solvente en el gijonés teatro Dindurra. Al frente de la misma iba un valor en alza: Giacomo Lauri Volpi, otro tenor romano, cuya carrera había retrasado la Primera Guerra undial, pero que, cuando llegó a Avilés, estaba a punto de debutar en el Liceo de Barcelona y en el Teatro alla Scala de Milán.

Gran cartel para una villa modesta. Levantó enorme expectación entre los aficionados a la música y entre los aficionados a ver y ser vistos. Así lo sufrió Vallina, el conserje del teatro, a quien las reservas de abonos para las funciones de sábado y domingo ("Tosca" y "Aida") trajeron de cabeza durante días. Una verdadera representación de ópera era novedad en Avilés, y "Tosca" una obra de la que se conocían sus partituras y su argumento por el cine, el fonógrafo y hasta los cilindros de los pianos de manubrio. De "Aida" nada hacía falta decir.

No defraudaron los cantantes de "Tosca". No lo hizo Lauri Volpi, ni lo hizo la soprano Ros ni el barítono Frau ni el caricato Fernández que, dicen las noticias, estuvo un tanto pasado de gesto. Pero todos rayaron muy por encima de coros y una orquesta bajo el proscenio en un mal día. No hay felicidad completa. Tras una espera tan prolongada, la lupa del respetable aumentó la satisfacción, pero también los fallos.

Se respetó a "Tosca", se degustó con la fruición de la novedad, pero convenció del todo "Aida". Con la obra de Verdi el público de Avilés creyó haber llegado ya a la altura de las grandes capitales y se abandonó a la contemplación de un espectáculo superior en la confianza de que la plaza y su flamante teatro lo merecían.

Tal vez en lo de "Aida" hubiese contribuido la actuación del barítono gijónes Servando Bango, de recuerdo tan potente como su voz, que cantó y encantó al respetable en su papel de Amonarso, siempre clamando venganza. No le fueron a la zaga, según los gustos del público avilesino, el tenor Enrique Álvarez como Radamés ni las señoras Viñas y Vergara. Coro y bailables otra vez por encima de las posibilidades de la orquesta.

Una noche memorable. Se recordó durante mucho tiempo, el mismo que duraría la dieta belcantista. Tantos años como los círculos de buena sociedad y de aficionados comentaron aquella noche que Lauri Volpi cantó en Avilés.

Para los buenos aficionados de la villa el círculo se había cerrado. Ya tenían teatro y allí, a partir de ahora, llegarían, una tras otra, temporadas de la música más elegante y las compañías más postineras. El refugio perfecto para la buena sociedad después de años de intemperie. La puerta del teatro se había abierto definitivamente al arte. Pero no?

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