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Un piano suena en Corea

La Sociedad Filarmónica renacía para tocar, en el momento de mayor confusión, como el pianista de un viejo salón del Oeste en medio de los "coreanos" y los de toda la vida

En el Avilés del progreso acelerado lo viejo y lo nuevo había de convivir como lo hace en esta infografía de Miguel De la Madrid.

A principios de los años cincuenta la guerra fría se hizo guerra. El cine mostró como el paralelo 38 partía en dos a la península de Corea. Avilés encontró en esas películas una referencia para nombrar a las cosas nuevas. Por ejemplo aquel aluvión de hombres solos que habían llegado a remover el barro y hacer crecer a la ciudad. Dos ciudades en una, formadas por dos comunidades que tenían que compartir la misma casa sin haber sido presentadas. Los "de toda la vida" y "los coreanos". Un grupo a cada lado del imaginario paralelo que partió en dos a la historia y a la sociedad de Avilés.

La vieja villa estaba atónita ante aquella procesión sin final de nuevos trabajadores que lo cambió todo. Sólo en el lustro de los constructores se duplicó la población. De los 21.270 habitantes de 1950, se pasó a los 48.503 de 1960. Pero no fue el único cambio. En 1957 se encendía el primer horno alto, "Carmen", en 1958 arrancaba su producción Asturiana de Zinc y, en 1960, aquel horno alcanzaba su primer millón de toneladas de arrabio. Hasta el paisaje cambió. El terreno era distinto de San Sebastián a Trasona. Aquella larga ría, durante siglos un lagarto dormido con su cola zigzagueando hasta los confines de la población, se estaba convirtiendo en un fiero dragón de escamas puntiagudas, que alentaba fumarolas descomunales y empezaba a lanzar fuego por todos sus orificios.

Otra vez el cine estaba allí para explicar la situación, para arrojar luz a tantas cosas nuevas. Avilés supo que ya no era dueña de su destino. En 1956 el Alcalde, como todo sheriff que llevara revolver al cinto, se puso al frente de la situación. Trató de ejercer su autoridad. Entre otras cosas, Eduardo Fernández, exigió a Ensidesa su proyecto de obra civil.

Aquello fue como si se pusiera delante de una estampida. Los mandos siderúrgicos se desbocaron corriendo frente al alcalde que hacía gestos para parar a la manada. La polvareda fue de tal calibre que, cuando se disipó, el señor Fernández Guerra ya no era alcalde de Avilés.

La vieja autoridad no mandaba porque la vieja villa moría pero, para sustituirla, nacía una ciudad que no lo era. Una "no ciudad" de barrios para productores, de espaldas a Avilés, sin dotaciones y sin conexión entre sí. Con miserables poblados de chabolas que llegaron hasta el siglo XXI. Horizontes lejanos donde vivían los recién llegados como colonos de las nuevas tierras de aquel falso Oeste.

Todo fue muy rápido y tan lleno de tensión que a punto estuvo de estallar, pero, con la misma velocidad, la fusión entre los grupos sociales que construían el nuevo Avilés se consumó, especialmente entre los modestos, que compartieron la condición de productores y en algunos casos hasta de realquilados.

Esas diferencias y el trajín con el que se hacía y se deshacía la ciudad pasaron a un segundo plano porque debajo de los turnos frenéticos, el ruido de las sirenas y la "machina" del pilotaje de la fábrica gigante, de los niños jugando en calles sin asfalto ni ley, de los acentos nuevos de pueblos remotos? Debajo de todo eso, digo, tenían que encontrarse y compartir la vida. Y para hacerlo no había mejor ni más barata cosa que el cine.

Poco antes de que naciera el primer horno alto, moría el Iris. Cerrado por orden gubernativa en 1956. Un símbolo del final de la vieja villa. La historia de los espectáculos desde 1909 acababa convertida en un solar. Según nacían barrios se abrían salas que iban a buscar a los nuevos espectadores a la puerta de sus casas.

En 1957 abrieron el cine Patagonia en Miranda y, sobre todo, el Ráfaga en Villalegre. El antiguo reducto de los indianos era la zona cero del crecimiento de la ciudad, a un lado la fábrica, al otro la carretera a Oviedo. En torno a ella nuevas construcciones como el tupido arbolado de un bosque galería. Confusión, construcción y mucha gente. En ellos estaba pensando Rafael García cuando, el 16 de noviembre, abrió esta sala descomunal, la mayor de Avilés: 31,55 metros de largo por 15,30 de ancho que distribuyó su arquitecto, Juan Corominas, en patio de butacas y entresuelo. Escenario de 11 metros de embocadura, más que el Palacio Valdés.

Al año siguiente abría el cine María Alicia en Valliniello y el Llaranes lo hacía en 1959. Fue el primero de mayo, como correspondía al barrio de productores que Ensidesa edificaba sin reparar en gastos. Con una película, además, de una muy trabajadora Carmen Sevilla: "Secretaria para todo". Eran otros tiempos también para los espectáculos que tenían que ofrecer algo distinto a una clientela en explosión. Había que tener al día el negocio, por eso el Florida instalaba el cinemascope en abril de 1955 para ver "La Túnica Sagrada" en un sábado de gloria. En 1958 el ayuntamiento ya recaudaba 1.100.000 pesetas por el impuesto de representaciones cinematográficas. Las funciones estaban reguladas de forma que, solo durante quince días al año, en la de las 19:30, se podía elevar el precio de las localidades hasta el tope de 16 pesetas la butaca de sala.

Los precios subían. En 1958 por vez primera el kilo de merluza superó las cien pesetas. Los cincuenta kilos de carbón costaban 35 pesetas en la carbonería, y 37,5 servido a casa. Por eso el cine tenía cada vez más éxito. Con precios tan elevados los niños aún podían acudir a una matiné el Palacio Valdés por 2 pesetas. Y por eso el viejo teatro, cuyo gerente entonces era José María Moyano, no dejó nunca de proyectar.

Pero seguía siendo un teatro. No se olvidó de programar funciones con lo mejor de la cartelera de entonces como "Usted puede ser un asesino". Obra del autor de moda, Alfonso Paso, que aquí llegó traída por la compañía de Ismael Merlo y Diana Maggi en noviembre de 1957.

Entre tanto obrero solo o mal acompañado, hacían furor las revistas de Matías Colsada, rey Midas del género, con chicas de buen ver, escenarios resplandecientes y chistes sin política. Al Palacio Valdés llegaron en aquellos años con Luis Cuenca como primer actor y Raquel Daina como vedette. Decía la publicidad: "somos las chicas alegres que trajo Colsada para quitarles el mal humor". Como lo quitaban las compañías de Antonio Casal, Ángel de Andrés o Juanito Navarro, en funciones, por supuesto, para mayores de 18 años.

Aprovechando que la canción española se metía hasta las entretelas de algunos de los nuevos habitantes de Avilés, el Palacio Valdés traía, al fin, a Concha Piquer. Llegó el 3 de abril de 1955 con su Compañía de Arte Español y "Salero de España", el penúltimo espectáculo de su carrera. Aquí cantó "Con divisa verde y oro" o "La niña Puerta Oscura", pero ya no era la diosa de otros tiempos. El público se entregó, pero la crítica dijo que se veía "forzada a interpretar canciones inadecuadas a su actual voz".

Voces conocidas en ese momento eran la del cubano Antonio Machín, que trajo sus "Angelitos negros" al teatro en mayo de 1957, formaba parte del espectáculo "Caras conocidas". Con él venían Emilio el Moro, la orquesta Cha-cha-chá y Juanito Valderrama, asiduo del teatro que entusiasmó con sus coplas a los de origen andaluz. Como lo hizo Antonio Molina, en varias temporadas desde 1956. "Yo quiero ser matador", "Adiós mi España" o "Soy minero", fueron una mina para la taquilla del Palacio Valdés, como en todos los lugares donde se desparramaba aquel chorro de voz.

El teatro reflejaba los dos mundos que vivían en Avilés. La mejor sociedad seguía acudiendo a los bailes de etiqueta, que ya tenían otros organizadores como el Tenis Club. Quería entroncar con el Avilés "de siempre" y sus nostalgias atenienses. Por eso, en 1957, la Sociedad Filarmónica resucitó de la mano de Manuel Figueiras López-Ocaña. Se decía que en el nuevo Avilés faltaba alta cultura. Así que volvió al Palacio Valdés para programar los mejores conciertos, pero necesitaba un instrumento de primer nivel. En 1959 se empeñó hasta las cejas, con ayuda de Cristalería Española, para comprar en Alemania, "a precio", un piano Steinway & Sons de gran cola, con siete octavas completas y siete notas más.

Desde entonces aquel piano se convirtió en un personaje equivalente y rival del horno alto. Cultura contra chimeneas. Se siguió, paso a paso, su viaje de Hamburgo a Bilbao y de allí hasta Avilés en el buque "Monte Espadán". Y, cuando llegó, en mayo, quedó expuesto en el wagneriano escaparate de "Muebles Rienzi", para adoración del Avilés culto y asombro del resto.

Tan importante neonato necesitaba un padrino que lo llevase a la pila de la gloria y ese fue José Iturbi que, treinta y siete años después, volvía a Avilés hecho una celebridad. El cinco de septiembre hizo desfilar a Mozart, Chopin y Debussy por el Palacio Valdés ante el delirio de los circunstantes que se consideraban partícipes de un día histórico.

Y lo era. El día en que lo mejorcito del Avilés de toda la vida se daba cuenta de que ya no era el único Avilés.

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