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La restauración (y II)

Después de los últimos problemas políticos y presupuestarios, el arquitecto y su equipo se pusieron manos a la obra de restaurar, al fin, el teatro Palacio Valdés

Imágenes del documental "El final del entreacto", de Juan Carlos De la Madrid, que recoge el proceso de restauración del teatro. INFOGRAFÍA DE MIGUEL DE LA MADRID

Todas las tempestades tienen su calma, pero el Palacio Valdés vivía dentro de la tempestad, qué les voy a contar. Su vida era un ir sorteando las olas, para ver si la suerte repartía más valles que crestas, más tranquilidad que fatiga. El tempestuoso año de 1988 tan bravo él en sus inicios, aplacó con la primavera, trayendo buenas noticias para engrasar el proceso de la restauración del teatro.

El 28 de marzo la Comisión del Patrimonio Histórico de Asturias informaba favorablemente sobre el proyecto de restauración, en julio el Principado aprobaba veinte millones de pesetas para cubrir su parte en las obras y el 14 de ese mismo mes se aprobaba, por orden ministerial, el contrato con la empresa madrileña López Maurenza S. L., con un plazo de ejecución de 18 meses. Cuatro días después, en fecha de pagas extra y conmemoraciones de viejas victorias y viejas derrotas, se firmaba en el Ministerio de Obras Públicas el contrato para la rehabilitación del teatro entre el Director General para la Vivienda y Arquitectura, Alberto Valdivieso Cañas, el Alcalde de Avilés, Manuel Ponga y el representante de Construcciones Maurenza, José López Téllez. Así, entre nosotros, la cosa iba "en moto", pero, como siempre, llegó el pinchazo.

Un viejo conocido, de nombre justiprecio, salió a escena y, con el Jurado Provincial de Expropiación Forzosa como apuntador, recitó un dictamen que en el Ayuntamiento no quería oír: ya saben, no menos de 170 millones de pesetas. Recibir esa noticia en octubre, le tocó a un alcalde nuevo, Santiago Rodríguez Vega, con pocos días de sillón, pero que, por su experiencia en la Hacienda local, sabía que la bolsa pública se iba a aligerar más de lo tolerable con tan grande revés.

Y, con cansina recurrencia, volvió a salir en la prensa la posibilidad de revocar el compromiso municipal de restaurar el teatro. La amenaza de pararlo todo, otra vez. Incluso, según el concejal de Urbanismo, no sería descabellada "la idea de someter el futuro del teatro a un referéndum local". Por tercera vez. Ocho años después del anunciado cuando PSOE y PCA llegaron a su primer acuerdo y tres desde que lo considerara la Comisión Pro-Recuperación. Viejas ideas para nuevos aprietos.

Desesperado panorama que el Alcalde intentó aclarar el 29 de noviembre pidiendo ayuda, por consejo del arquitecto Mariano Bayón, a Luis Jiménez Clavería, Subdirector General de protección del Patrimonio Histórico Español. Quería un informe autorizado valorando el teatro expropiado para apuntalar la defensa de la posición municipal. Pero las competencias eran ya del Principado de Asturias. Todo había cambiado desde junio de 1985 con la nueva ley del Patrimonio Histórico Español.

Llovían piedras, otra vez. El futuro no se despejaba, la empresa adjudicataria no había empezado las obras y, por la incertidumbre del panorama, podría suceder que no las iniciara jamás?Pero, como jamás es mucho tiempo, las obras empezaron por fin con la concesión de la licencia por la Comisión de Gobierno del Ayuntamiento el 30 de diciembre de 1988 (el 24 de noviembre ya había sido el comienzo oficial con la firma del acta de replanteo).

Cuando todo aquello dio principio quienes entraron en el teatro se encontraron poco menos que a un cadáver insepulto. Desde la última función, en aquel lejano 1972, había pasado mucho tiempo, muchos chaparrones y mucho abandono. Y eso que el estado del edificio fue objeto de seguimiento continuo. El 10 de julio de 1979 el arquitecto municipal ya emitía un informe a requerimiento del presidente de la Comisión de Cultura. Describía el buen estado de muros portantes y cimentación y malo de decoración y cubierta, pero no evaluaba coste económico. Un año después se realizó una visita al teatro en compañía de los propietarios. El arquitecto municipal cifró entonces la restauración, sin incluir mobiliario ni calefacción, en 49.496.216 de pesetas. Aún la relación con los propietarios era correcta y la inversión razonable.

El 21 de marzo de 1986, cuando el estado del edificio no era de ruina, se vino abajo el muro que unía la escena con el edificio de camerinos. Se derrumbó en toda su altura y en 15 de los 21 metros de su longitud. Fue apuntalado con un andamio metálico, a costa del Ayuntamiento. El edificio quedaba a un palmo de caer a la fosa. También se reparó la cubierta de pizarra y se recuperaron los canalones obstruidos, responsables de unas dañinas humedades sobre la cubierta de los salones de la fachada. Un gasto de 1.314.636 pesetas.

En 1986, cuando Mariano Bayón redactó su proyecto, la escena y la trasescena ya estaban en ruina total, lo mismo que la tercera planta sobre el foyer. Como ya sabemos, todo lo vendible se había vendido o saqueado y eso implicaba no solo la lámpara, cortinones, mobiliario, tapicería, telones, bambalinas, cristalería, luminarias, apliques, metalistería o radiadores, sino también cualquier cosa que se pudiera llevar: en todo el teatro quedaban tres urinarios recuperables. Sorprendido por tanto destrozo, el propio arquitecto dejaba escrito en su memoria que no parecía producto de causas naturales: "el último tramo de la vida del coliseo es el más penoso. En solo trece años el teatro ha tenido una destrucción que hace pensar que haya sido parcialmente provocada más que consecuencia del paso del tiempo y del abandono". Por supuesto las escayolas, adornos, suelos y pinturas, también habían sufrido vandalización y un terrible deterioro.

Desde esa fecha al inicio de las obras, aún hubo tiempo para que se arruinaran dos proscenios, para que se derrumbara por completo la cubierta del tercer piso y para que se perdiera toda la carpintería de la fachada. Entre tanta ruina, la ingeniosa estructura de hormigón aguantó como el primer día, lo mismo que el entramado de la cubierta principal, que sorprendió a Bayón por su originalidad, semejante al trabajo de la carpintería naval. El teatro era recuperable, pero, en palabras del arquitecto, se lo había encontrado "desnudo y roto".

La destrucción en los meses finales había avanzado muy deprisa. La teja de pizarra, inservible en gran proporción, los nuevos destrozos y la marisma, que salió al encuentro de los restauradores sin haberla citado, obligaron a pedir un aumento de presupuesto. Era necesario restaurar más elementos y hacer una cimentación no prevista, sobre pilotes, con reorganización del saneamiento, aljibe y sistema de bombeo. Mucho más de lo que abarcaban los 207 millones del primer proyecto. Se necesitó otro, reformado, que sumó 40.220.504 pesetas a la obra. Carlos Robles, concejal de Urbanismo, lo explicaba así en el Pleno del 22 de junio de 1989: "Eso es lo que realmente hemos expropiado, es decir, los cuatro muros que existen que, no hace falta ser un experto en la materia, para comprobar que por 200 millones de pesetas no se rehabilitaba ese Palacio".

Sobre este campo pasó su yunta el arquitecto Mariano Bayón, asistido por el aparejador José Antonio Azañedo. Fue una restauración muy fiel al edificio original y hasta detallista, sin concesiones a la propia creatividad, salvo la chácena al fondo del escenario, de dudosa utilidad posterior. Su plan consistía en volver a la vida aquellas ruinas recordando el teatro que fue, pero añadiéndole los elementos del que tenía que ser: meter el siglo XIX casi en el XXI.

Se le dotó así de una nueva instalación eléctrica, sistema contra incendios, climatización básica y nuevos servicios en camerinos, almacenes, talleres e instalaciones, y hasta un bar que jamás fue utilizado después. Dejó todo listo para añadir los elementos del equipamiento escénico: maquinaria, iluminación espectacular, comunicaciones y sonido, que se ocupó de aportar el INAEM, cuyo departamento Dramático estaba dirigido por Ana Pacheco en 1991. Veinte millones más.

Se reparó la carpintería del tejado, respetando cerchas y tijeras y poniendo nuevo tillado sobre el que se sujetaron las tejas de pizarra. Se aprovechó cada trozo de madera de puertas, ventanas o palcos y cada tesela de pavimento para cubrir lo que faltaba como en un gigantesco puzzle. Por último, se limpió y luego pintó la fachada.

Y así se le dio cuerpo al teatro. Pero había que darle cara. Reproducir escayolas, butacas y lámparas, reponer tapicerías, completar suelos, imaginar decorados y pinturas. De esa minuciosa labor se ocupó, con la ayuda ocasional de pintores o carpinteros avilesinos, un equipo multidisciplinar de jóvenes restauradores, coordinados por José Antonio Gamo y Blanca Altozano. Eran Ana Ceñal, Pedro Campos, Juan Luis Cobo, Eduardo Mendoza, Manuel Colado, Carlos del Arco y Miguel de la Colina. Se basaron en fotografías antiguas y en la parte de la decoración que restaba en el teatro. De ella sacaron moldes con los que fueron copiados cientos de capiteles, ménsulas y molduras en un taller instalado en el foyer principal. Todo, a la vez que se hacían las obras de albañilería. No había otra forma.

El 11 de noviembre de 1992, dos años; veinte años después. 261.669.928 pesetas más tarde, el director de la obra firmaba su final. Como suele suceder en estos casos, pintores, escayolistas y arquitectos salían por una puerta, mientras músicos, cantantes y actores entraban por la otra.

No me pregunten cómo, pero el teatro había conseguido por fin volver a la vida.

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