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Nadie quiere servir la última copa en Avilés

“¿Y nosotros de qué comemos?”, preguntan los dueños de restaurantes y bares, vacíos de clientela y en muchos casos en números rojos

Antonio Martínez, tras la barra de la sidrería Casa Lin. | Mara Villamuza

–Abrimos siete restaurantes. Ahora mismo aguantan cuatro; el resto, cerrados. La plantilla es fácil imaginar a dónde ha ido, las facturas siguen llegando. Y ahora qué: ¿Nos endeudamos? ¿De qué comemos?

En junio, Juan Carlos Fernández, dueño de “La quinta de Avilés” reabrió sus siete establecimientos y alrededor de 120 empleados regresaron a sus puestos de trabajo. Casi cinco meses más tarde, con una desescalada y una promesa de “nueva normalidad” en el bolsillo, solo siguen funcionando cuatro. Es decir, que la mitad de la plantilla está en su casa porque no entran ingresos suficientes como para poder mantenerla.

“Si cierro, no entra dinero. Así de simple. ¿Seguirán los restaurantes porque sí? ¿Otra vez? ¿Quién se cree eso? Yo no, desde luego”, señala el empresario con su marcado acento gallego. Voz firme y segura que no camufla el deje de tristeza de sus palabras: “Nadie quiere despedir a sus empleados. Es muy duro. Son muchos años.” Lo que este restaurador quiere son soluciones, las que lleva pidiendo el sector a gritos desde que comenzaron las restricciones, como se mostró el pasado miércoles en las calles de Avilés.

A la cabeza de la manifestación, megáfono en mano, iba Carlos García, dueño del “Cafetón”, en la plaza Hermanos Orbón. El cartel protesta, que emulaba un menú de un restaurante cualquiera, seguía ayer por la tarde colgado a la puerta de su bar. “Salad (ensalada): no al cierre encubierto”, rezaba. Con la boina calada, gafas empañadas por culpa de la mascarilla y sentado en la terraza semivacía de su bar –tres camareros y dos mesas ocupadas–, recordaba el motivo de sus protestas: “No nos podemos quedar callados. Vamos a seguir haciendo ruido porque hacemos un trabajo tan digno como cualquier otro. Si nos cierran, que lo hagan bien. Con ayudas al sector, los ERTE, el paro...”

La protesta surgió en un grupo de Facebook, “Sos Hostelería”. Primero hablaban de sus vivencias: “No sé que hacer con los proveedores”, “me preocupa la situación de mis empleados”, “igual tengo que cerrar el bar”... En Avilés se sienten descabezados, sin ningún tipo de apoyo: “En Oviedo, Otea hace algo. En Gijón también hay cosas. Pero, ¿y en Avilés? No vino nadie de la Ucayc a la protesta porque estaban muy ocupados poniendo luces de Navidad”. Carlos García está enfadado. Esperaba un mensaje de ánimo que nunca llegó.

Nadie quiere servir la última copa

El grupo de Facebook pasó de ser un lugar de vivencias compartidas a un espacio de reivindicación. Sentían que sufrían un “cierre encubierto” y no estaban dispuestos a quedarse callados. El lunes recorrieron las calles y el miércoles lo repitieron, en horario de tarde, alrededor de las 18.30 horas; ruido de cacerolas –bueno, en su caso bandejas– en una ciudad silente y autoconfinada. “Yo no soy el promotor de nada. Soy uno más. Somos muchos, más de 300. Yo no soy de los peores: ¿qué ayudas le han ofrecido al cierre nocturno?”

Lo que no entiende Carlos García, y secunda Juan Carlos Fernández, es que se les sacrifique por la pandemia. Que no se les escuche y se les abandone a su suerte. A la protesta se sumó ayer el grupo parlamentario Vox, que clama por la agonía de una hostelería “herida de muerte tras la primera oleada de la pandemia” y exige medidas paliativas y un reconocimiento al esfuerzo del sector.

Los efectos del covid no se plasmaron solo en restricciones horarias y de aforo o clausura de barras, sino que el cierre perimetral también ha hecho daño. La sidrería “Yumay”, por ejemplo, se encuentra a unos trescientos metros de Corvera. De hecho , es el lugar de residencia de su dueño, Justo García. “He perdido a la mitad o más de los clientes habituales”, comenta. De fondo, todo el comedor vacío menos una mesa . En la terraza come una familia y en la entrada, otra. Y ya. Ni su propio hijo, con el que convive, puede ir a comer al restaurante, como antes – hace una semana, exactamente – hacía a diario.

Justo García pide el cierre. Así, sus empleados pueden ir al paro o al ERTE y se asegura que reciban un salario porque él quizá no pueda pagarlo más. Juan Carlos Fernández difiere. Tiene miedo de no poder volver a abrir jamás: “Hay que tocarlo todo, no solo el horario de los bares. Poner una cosa proporcional. Si nosotros cerramos tres horas antes, que cierren también antes las tiendas”, propone.

El dinero se agota, los casos suben y con ellos las restricciones. El miedo al cierre pervive en los dueños y en los camareros. “A partir de los cuarenta, no se encuentra trabajo. Si te echan, no tienes donde ir”, cuenta Antonio Martínez tras la barra de “Casa Lin”, donde lleva casi ocho años trabajando. También han perdido clientes habituales, hay camareros que siguen en el ERTE y otros que no se imaginan cómo van a dar de comer a sus hijos si cierra el local. “¿A dónde iré si bajamos la persiana?”, pregunta. En la vida de Antonio Martínez y de muchos otros hosteleros el coronavirus, sin llegar a contagiarse, puede dejar secuelas para siempre.

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