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El Alcalde que perdió el tranvía

La inauguración del transporte eléctrico estuvo empañada por un intento de magnicidio a la pequeña escala del Avilés de hace un siglo

El historiador Juan Carlos de la Madrid: "El Parche era una fiesta hace un siglo por la inauguración del tranvía eléctrico"

El historiador Juan Carlos de la Madrid: "El Parche era una fiesta hace un siglo por la inauguración del tranvía eléctrico" Mara Villamuza

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El historiador Juan Carlos de la Madrid: "El Parche era una fiesta hace un siglo por la inauguración del tranvía eléctrico" Juan Carlos DE LA MADRID

 Si uno contempla la famosísima foto de Luis con la inauguración del tranvía eléctrico en El Parche, seguro que piensa que todo Avilés estaba allí y todos felices. Se había esperado tan largo tiempo por una ocasión como esa que, en febrero de 1921, la casa se tiró por la ventana. El día veinte era la fecha elegida para el acontecimiento que marcó hasta hoy el recuerdo de los más viejos. Ríos de tinta han corrido y están corriendo otra vez con ocasión del centenario de aquello; pero ni en la foto estaba todo ­Avilés, ni todos en Avilés estaban tan felices. Lo que ya les cuento es un suceso que, además de tinta, ­hizo correr sangre. Sigamos un ­camino intermedio: el rastro de la sangre, dejado en la tinta de los diarios de aquellos años, para ver cómo se contó todo. Hay que viajar dos ­noches más atrás.

Marcelino Pravia había sido, hasta el jueves 17 de enero de 1921, cabo de la Policía Urbana. Ya no. El alcalde, José Antonio Guardado Muñiz, decidió que pasase a ser “cesante”. La vieja España de los siglos XIX y parte del XX está ­llena de estas figuras. Se pueden encontrar a decenas en las novelas de Galdós o Baroja. Cada vez que llegaba un nuevo gobierno, fuesen moderados o progresistas, conservadores o liberales, la avalancha se producía. Cada uno colocaba a los suyos y dejaba en el paro a los del adversario. Siempre dos clases de empleados públicos: “cesantes” y “entrantes”. La expresión laboral de las dos Españas.

No era ese el caso de Pravia. De su puesto de cabo lo había cesado el Alcalde porque, contaban las noticias, lo compatibilizaba con otros trabajos de almacenamiento, carga y descarga de mercancías, que ­desempeñaba, en ocasiones, con el uniforme reglamentario. Estaba apercibido de sanción después de una baja, pero aquel jueves se cruzó con el Alcalde, en plena faena, en la estación de tren. Mala suerte.

La misma mala suerte que debió de perseguirle toda la tarde hasta tomar la decisión de ir en busca del Alcalde, tal vez bullendo las ideas en los vapores de un alcohol que no frecuentaba. Hoy Avilés se está achicando, pero entonces era un ­sitio muy pequeño, de esos en los que todo se sabe, todo se ve, todo se cuenta. Y hay quien dice que le ­fueron a contar al Alcalde –ya de ­noche– que el cabo lo buscaba. La noticia no alteró sus planes y se fue con su familia al teatro. Hizo caso al título de la representación que iban a ver, “El sentido práctico”, de Salvador Martínez Cuenca, tercera comedia de la temporada del Iris donde actuaba la compañía Torres Somera. Pero lo práctico suele ­estar reñido con las emociones, y si estas se desbocan nada práctico puede suceder.

Eran las nueve de la noche. ­Invierno. Muy poca luz en la calle. Ninguna persona. El Alcalde ­volvía a su casa después de terminada la función del Iris. Iba acompañado de su mujer, su hijo y dos sobrinos. Al llegar a la altura del número cuatro de calle General ­Lucuce (hoy San Francisco), ­Marcelino salió a cortarle el paso. Iba uniformado. Estaba fuera de sí y empezó a pedir explicaciones ­sobre su cese. Los ademanes ­cogían cada vez más altura, los decibelios también. El Alcalde intentó calmarlo prometiéndole que lo recibiría al día siguiente en su despacho municipal. No hubo arreglo.

Vio entonces que iba armado. En mano una pistola 7,65 sistema ­belga. Muy probablemente, la Browning 1900 que producía la ­Fabrique Nationale d’Armes de Guerre de Herstal. Esa pistola, además de fiable, era un arma muy utilizada por los cuerpos de Policía europeos, que jubilaron con ella a los viejos revólveres. Tenía siete cartuchos; siete posibilidades de hacer un blanco fácil. Necesitó ­cinco para demostrar que no era buen tirador. A quemarropa, soltó tres disparos que iluminaron la ­oscuridad como tres centellas. El Alcalde logró esquivar los dos primeros, pero el tercero le alcanzó. La bala fue a alojarse en el maxilar inferior izquierdo, la parte más ­dura del rostro. Unos milímetros de fortuna salvaron a Guardado.

Alboroto, gritos, llanto, confusión. Un herido muy templado que, por su propio pie, llegó hasta la ­farmacia de Rodríguez de la Flor, donde acudieron los médicos Blanco Gendín, López Ocaña y Cantalapiedra. Luego a su casa, también caminando, por la que desfilaron todos los galenos de la villa para certificar la suerte de una herida que no iba a tener fatales consecuencias. Telefonemas de todas partes, decenas de visitas y primeros auxilios mientras Marcelino Pravia iniciaba su fuga. Corrió a través del Parche y Rivero. Quienes lo vieron en ese trance, y de uniforme, pensaron que se trataba de un perseguidor y no de un perseguido. La noche se lo tragó.

Hasta casi dos meses después no salió de nuevo a la luz, el mismo tiempo que tardó en curar la ­herida del Alcalde. Aunque hay mucha confusión sobre las circunstancias de su detención, en la que se mezclan narraciones más o menos ­novelescas, lo cierto es que fue ­localizado, cuando aún se ocultaba en los montes de Boal, por Faustino Rivera –guardia primero– y ­Baldomero Martínez –guardia ­segundo–, una pareja de la Benemérita con base en el puesto de La Caridad, capital de El Franco. El Gobernador ordenó a La Guardia Civil su traslado en automóvil ­hasta Pravia y, desde allí, a pie ­hasta Avilés en varias etapas.

Aunque el inicio de los años veinte trajo varios acontecimientos, ocasiones como esta no eran habituales. La mayoría de la ­población ocupaba su tiempo en el trabajo y eran muy pocas las distracciones o los sucesos dignos de mención, luego este del atentado al ­Alcalde había dado ­para mucha sorpresa y para mucha conversación. Nadie se lo quería perder, así que, conforme pasaba por los ­pueblos cercanos, las noticias iban ­llegando a Avilés. La ­expectación crecía a cada minuto. Cuando ­inició el último relevo, en Piedras Blancas, un aviso telefónico lanzó a la gente a la calle, apostándose en todas las entradas posibles. Al ­llegar a la villa, se encontró con una muchedumbre que había salido a acompañar al detenido en su ­llegada a la población. Vestía traje claro y boina. Quienes conocían al excabo lo encontraron desfigurado, bigote afeitado y barba crecida sin mucho aliño. Iba, a la vez, emocionado y asustado. Era tanta la gente que se agolpaba para verlo que, al llegar a la actual calle La Cámara, los guardias hubieron de cambiar el rumbo y cortar por San Bernardo para llegar a la cárcel.

Pasaron más meses hasta la ­llegada del juicio. La sentencia no reconoció en el cabo la intención de asesinar al Alcalde, sino solo la evidencia de haber abierto fuego contra él, causándole una herida en el maxilar de la que curó, sin defecto ni deformidad, a los treinta y tres días; tiempo en el que estuvo impedido para el trabajo. Se reconocieron, también, unos desperfectos en la ropa del regidor por valor de veintiséis pesetas. Operó como ­atenuante el hecho de estar sobreexcitado por la noticia de su cesantía: un “rapto de obcecación”, se ­dijo en algunos medios. Se reconoció asimismo un estado de embriaguez no frecuente en el agresor. ­Total: tres años y un día de prisión mayor, 250 pesetas de multa y 500 de ­indemnización, accesorias y ­costas, abonando como parte del pago la mitad del tiempo transcurrido en prisión preventiva.

Al conocer la sentencia, José Antonio Guardado Muñiz, muy decepcionado, presentó una dimisión irrevocable que la Corporación no aceptó, reiterándole su apoyo y la condena del atentado que había sufrido, además de asumir el Ayuntamiento los gastos de la acusación particular mantenida por el Alcalde. Quedaban pocos meses para la renovación del Ayuntamiento, en abril de 1922, y hasta ese momento esperó el Alcalde en su puesto.

Una historia tan singular quedó enterrada por el día de la inauguración del tranvía eléctrico, lleno de fastos y eventos; por la llegada de las autoridades de Oviedo con la banda del Regimiento del Príncipe, recibidas en la estación por las de Avilés, escoltadas por la banda municipal; por los viajes a Salinas que no dejaron de transportar vecinos durante todo el día para admirar el trayecto; por el partido entre el Stadium avilesino y el Club Deportivo Oviedo; por la función de gala en el pabellón Iris, donde se lució el ­coro “Los Boniteros”; y hasta por las “supremas de corvina Gran Hotel”, sede de la cuchipanda inaugural donde se descorchó abundante Moët & Chandon carta blanca, a la salud de unos tiempos que empezaban con tanta chispa.

Miremos otra vez la histórica ­foto de Luis por la que hoy se ­recuerda la inauguración del tranvía eléctrico: los nuevos coches frente al Ayuntamiento, los gobernadores civil y militar y el Alcalde accidental –ya que el titular estaba accidentado–, el cura de San Nicolás, señor Blanco Bolaño, bendiciendo el transporte del futuro, el inevitable Ford T (“fotingo”, ­decían entonces) robando plano, y todo Avilés alrededor. Ahora sabemos que no estaban todos, que ­faltaba el convaleciente José Antonio Guardado Muñiz, el Alcalde que perdió el tranvía.

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