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El matriarcado indígena

Las mujeres dictan las normas y el sentido de comunidad en una tribu costarricense: pasan tierras y tradiciones a los hijos bajo la máxima de vivir en armonía con la naturaleza

Una de las voluntarias que visitaron la reserva “Bri-bri”, en plena elaboración manual de chocolate. T. C.

En las sociedades indígenas matriarcales, las mujeres dictan las normas y el sentido de comunidad prevalece en pleno respeto por la naturaleza, unas costumbres que pueden inspirar al resto del mundo en plena lucha por la igualdad de género. Una visita a la comunidad “Bri-Bri”, en pleno corazón de Costa Rica, en la provincia de Limón, apenas a unos kilómetros de la frontera panameña, permite ubicarse en la idiosincrasia de una sociedad de entre las 150 documentadas en todo el mundo donde el sistema de parentesco sigue la línea materna de un individuo.

Esta tribu se estima tiene una población entre 12.000 y 35.000 personas. La leyenda de su pueblo cuenta la historia de una mujer que fue convertida en el árbol del cacao por los dioses. Y es por esto que solo a las mujeres se les permite preparar la bebida tradicional de cacao que se usa en rituales sagrados.

Entre los ‘bri-bri’, las mujeres no solo gobiernan en la familia, sino que tienen gran poder y autoridad en la comunidad. Ellas deciden con quién y cuándo se casan, y son sus apellidos y costumbres los que se heredan a las futuras generaciones. “Nuestras propiedades y herencias van a las mujeres, ya que se transfieren a las hijas. Las gestionamos, pero no podemos venderlas. La tierra para nosotros es comunal”, detalla Joel, integrante de ese pueblo, único en ese aspecto frente al resto de “ticos” (el gentilicio coloquial de la población costarricense).

Es importante aclarar que ese matriarcado no es el patriarcado invertido. La experta y fundadora de “The International Academy Hagia for Modern Matriarchal Studies”, Heide Goettner-Abendroth, ha explicado que en los matriarcados las madres están en el centro de la cultura. “[El objetivo] no es tener poder sobre los demás y sobre la naturaleza, sino seguir los valores maternos, es decir, fomentar la vida natural, social y cultural basada en el respeto mutuo”, detalla.

Lo mismo cree la antropóloga Anna Boyé, quien ha dedicado parte de su carrera a buscar matriarcados de todo el mundo. Ha preparado documentales, exposiciones y reportajes sobre estas comunidades. “La relación de la naturaleza con el ser humano es por el buen vivir”. asegura Joel, el guía de las dos voluntarias españolas que visitaron este octubre la reserva “bri-bri”.

Sus comunidades cuentan con escuela propia y centro de Secundaria. Su niños salen de allí cuando van a la Universidad, pero no son pocos los que pronto regresan para mantener esa relación de “buen vivir” con la madre Tierra.

Los hombres apoyan las actividades de las féminas, responsables de llevar el alimento a la mesa, y sienten la ‘obligación’ de plantar árboles para su sustento –mandarina, mamón chino, plátano o café– para poder obtener algún ingreso.

Sus ancianos, que son también los sabios de la comunidad, impulsan esa ilusión de poder seguir viviendo “en armonía con la naturaleza” y tratan de documentar por la vía oral– sus conocimientos ancestrales para que no se pierdan en un mundo en el que la modernización no se acomoda a sus necesidades, aunque no huyen de herramientas como el teléfono móvil.

Viven descalzos la mayor parte del tiempo, en casas de madera y con tejados de hoja de palma. No pasan frío; la enfermedad también les llega, pero sienten que su obligación, en el caso de los hombres, es centrarse en la producción, mientras las mujeres deciden qué se come cada día y saben cuánto alimento necesitan en casa, de cuántos recursos disponen y los precios a los que venderlos.

El cambio climático se ha llevado buena parte de sus cosechas, pero siguen invocando al dios Sibú para mantener el “buen vivir”.

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