Las noticias de la historia
Ruido de campanas, fuego de mosquetes (y II)
La pólvora acabó con las protestas tiñendo de sangre y de rabia los muelles de Avilés

Los viejos almacenes del dok avilesino recortados en la chispa de un mosquete / Nicolás De la Madrid

En el capítulo anterior dejábamos a la villa en una situación de máxima tensión. Rotas las relaciones entre las autoridades locales y regionales, con el pueblo presto a defender las campanas de San Francisco ante la insistencia de las monjas clarisas por llevárselas a Oviedo. No hubo negociación posible, la Iglesia entró en acción.
Varias veces intentaron los eclesiásticos hacer la mudanza de las campanas. En todas fueron rechazados por el pueblo avilesino. En algunas de muy mala manera si hacemos caso al relato del entonces gobernador, señor Ruiz Cermeño. Fueron este gobernador y su sucesor quienes expusieron a los de Avilés la carambola legal usada por las monjas para basar su petición, esa que acabó desencadenando todo el problema. La cosa fue de la siguiente manera: las campanas habían sido compradas por el pueblo avilesino, muy cierto, pero, desde el momento en que fueron donadas al convento, pasaron a pertenecerle a él, al convento. Al llegar la desamortización, y con ella ser suprimidos los conventos, todo lo que les pertenecía pasó a poder de la nación. Se incorporó al Estado, convirtiéndose en los llamados "bienes nacionales". Las campanas, también. Es decir, las campanas un día fueron del pueblo, luego de la Iglesia y más tarde del Estado, que es cosa distinta al pueblo. Por tanto, fue ese mismo Estado, el propietario entonces, quien, cuando las monjas le pidieron las campanas, les dio permiso para llevárselas.
El argumento era difícil de tragar. Por un lado, el Estado había arrebatado a la Iglesia sus posesiones, todas, para dárselas al pueblo, pero había devuelto las campanas de San Francisco a la Iglesia, precisamente el único bien comprado originalmente por el pueblo de Avilés. Una doble desamortización, a la Iglesia y a los vecinos. Parecía que, por cualquier camino, las campanas no les pertenecían a los avilesinos. El único camino que, según las autoridades, podían seguir era el camino de Oviedo.
Aquello tenía mucha complicación, mucha casualidad, hasta un cierto toque kafkiano, mucho antes del nacimiento de Franz Kafka. No hizo más que aumentar la indignación general. Un sentimiento de injusticia y de expolio que, desde las autoridades al último vecino, se extendía como mancha de aceite por la población. La situación empeoró.
El gobernador eclesiástico pidió amparo al gobernador civil, que le dio la razón, pero, como los avilesinos impidieron la salida de las campanas, envió a un celador de policía con algunos dependientes para hacer cumplir las órdenes de la autoridad. El pueblo de Avilés los echó. Lo mismo hizo con los eclesiásticos que acudieron a llevarse las campanas, hasta en seis ocasiones lo intentaron. La indignación fue a más, los modales a menos. El mismo gobernador civil contó más tarde cómo los eclesiásticos vieron muy amenazada su vida, hasta el punto de tener que esconderse en una casa para salvarla.
No sabemos a ciencia cierta si el jaleo fue tan grueso como para temer linchamientos, o fue simplemente la explicación que, a posteriori, le vino bien al gobernador para justificar la toma de la ciudad. Pero hubo jaleo de los que hacen época. Un motín. En él la villa, curiosamente representada por sus autoridades, fue derrotada por la invasión de unos doscientos soldados, procedentes de Oviedo, desplegados hasta ocuparla "a viva fuerza", entre los días 24 y 28 de febrero.
Se prohibieron reuniones, lanzamientos de cohetes, hasta los gritos fueron reprimidos. El alcalde y el síndico del Ayuntamiento fueron multados con mil reales y el Ayuntamiento entero acusado de complicidad. Sólo entonces depuso su actitud, acabó allanándose ante la autoridad de sus superiores. Aunque la cosa no acabó aquí. Los sucesos llegaron hasta el Congreso de los Diputados, donde García San Miguel y Madoz (experto en desamortizaciones) defendieron, también sin éxito, la causa de Avilés.
Tiempo de motines. Lo fueron los años centrales del siglo XIX porque las cosechas resultaron muy malas, el pueblo no comía. Los que no conseguían escapar a América protestaban. Lo hacían por la propiedad de unas campanas que se intentaban sacar de Avilés, pero lo hicieron también, y con más riesgo, cuando lo que se intentaba sacar era el grano. El hambre mandaba.
No habían pasado tres meses cuando los de Avilés volvieron a echarse a la calle. Ya no eran "todas la clases sociales" ni el alcalde iba en vanguardia. Era un motín de los muchos provocados por la falta de alimentos en toda Asturias. En aquellos años los campesinos estaban descontentos, eso hizo florecer algunas partidas carlistas y, en los lugares más poblados, rebeliones y motines urbanos. La situación, en toda la región, era calamitosa. La dejó escrita y descrita el marqués de Camposagrado en su Manifiesto del hambre, redactado en 1854, después de una sucesión de años de malas cosechas. En el texto se retrataba una situación de miseria con testimonios como el de un labrador, que le dijo: "Me muero de necesidad, mi mujer y cinco hijos que tengo no comen más que yerbas". Cualquier chispa hacía saltar el conflicto como el pedernal en la llave de un mosquete. Por ahí sigue la cosa.
La chispa en Avilés, la segunda en un trimestre, saltó detrás del hambre. Las cosechas de trigo y maíz, las mismas que daban de comer a los más pobres, habían sido muy malas. En tan complicada situación el anuncio de un embarque de granos desde Avilés encendió la mecha. No se entendió cómo, si el grano no llegaba para comer en la villa, se exportaba lo poco que había a otros lugares. A finales de mayo el pueblo volvía a ser un polvorín. El gobernador decidió volver a mandar una tropa armada: doscientos zapadores de Gijón, además de una escolta de la Guardia Civil. Otra vez la ciudad tomada. Sólo sirvió para excitar los ánimos. Otra vez.
El 27 de mayo de 1847 los más pobres de Avilés se reunieron, con su indignación, delante de los almacenes de Calixto González Carbajal. A pie de muelle. Entre ellos y los soldados un ambiente tenso, casi se podía tocar. El aire y las miradas quemaban. Los que nada podían perder no querían perder aquel grano a punto de zarpar, por eso lanzaron piedras a los soldados. A día de hoy nadie saben quién dio la orden de abrir fuego, pero lo cierto es que las pedradas fueron respondidas con plomo. Desproporcionado duelo. El humo de los mosquetes, en cerrada descarga, nubló por unos segundos la escena, cuando se fue disipando dio paso otra terrible imagen: tres muertos yacían sobre el muelle y catorce heridos se retorcían a su lado. De esos heridos cuatro más murieron en los días siguientes.
Tristeza, luto y terror para nada. Como digo, el pueblo nada podía perder, sólo el hambre. Por eso había llegado hasta aquella situación. Pero no depuso su actitud, al contrario. Los que se quedaron sobre el muelle acabaron recogiendo todo el grano que pudieron. El embarque fue suspendido.
La indignación recorrió la villa, y las autoridades y el gobernador hicieron noche fuera de sus límites, temerosos de que su presencia diera paso a nuevos enfrentamientos. La ciudad siguió sitiada, tomada, con toque de queda desde las ocho de la tarde a la madrugada y, otra vez, prohibidas las reuniones y demás.
No se pudo aclarar de quién partió la orden de abrir fuego, eso es así, pero en Avilés se acusó al gobernador. En todos los mentideros se le describía como un personaje muy contrariado con la villa, indignado por la resistencia de los avilesinos, aquella tortura, para su autoridad y su persona, cuando el motín de las campanas. De ser cierta esta versión, el del grano fue la conclusión, el terrible desenlace del motín de las campanas. Una misma tropa rebelde, pero con distintos capitanes.
El primero parecía un motín castizo y un poco folclórico. El segundo, sobre todo su final, no tuvo gracia alguna. Cerró con violencia las protestas por la miseria. Como tantas veces. Para el recuerdo de todos quedó una ciudad amotinada, ocupada y vencida.
En el aire quemado por los mosquetes de percusión se dibujó el doble rasero de las autoridades locales, capaces de aliarse con el pueblo para defender lo que consideraban la propiedad pública o de ponerse detrás de los soldados, frente al mismo pueblo en situación de máxima necesidad, para defender la propiedad privada. Cosas de la propiedad, que suele estar por encima de la vida.
Por desgracia, no hubo campanas para tocar a muerto.
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