La soledad del cuarto al fondo
Ante el décimo aniversario del fallecimiento de Busto, un puntal de la Casa de Cultura

Busto, en su puesto de trabajo. / B. L.

Allí estaba siempre, en ese pequeño cuarto al fondo de la Sala de Exposiciones de la Casa de Cultura de Avilés, que José Francisco Álvarez Busto convirtió un espacio de creación a la vez que tan diminuto como auténtico depósito de las obras de arte que iba atesorando. Ese rincón, que tendría que estar oculto a la vista del público pero que estuvo siempre abierto a la amistad, se transformó en el corazón latente de la creación artística de su ocupante, un artista del que no sabremos nunca que destacar, si el genio –léase en bastantes de las acepciones de la palabra- o la humildad de un hombre cuya pasión por el arte trascendía las paredes de aquella habitación.
Álvarez Busto, tan brillante como modesto, ni buscaba ni admitía reconocimiento o aplausos. Su objetivo no era otro que el de dar vida a sus pinturas, a sus maquetas y a sus carteles con una dedicación casi mística y no le importaba que sus creaciones fuesen vistas por una multitud o solo por espíritus curiosos y afines que, en ocasiones, podían hasta ganarse una reprimenda por el solo hecho de alabarle y hacerle partícipe de cualquier halago hacia una obra que, milagrosamente, encontraba la inspiración en aquel tabuco en el que se amontonaban cientos de papeles, recortes, tijeras, pegamentos, algún que otro pincel en ordenado desorden que le servían para plasmar en sus trabajos, siempre originales, una parte de sí mismo que, aún hoy, diez años después de su fallecimiento, nos siguen emocionando.
Todas sus obras, por desgracia escasas ya que su rigor autocrítico le movió a destruir gran parte de ellas, devienen cargadas de una gran y personalísima significación y, como no podría ser de otra forma, una peculiar sensibilidad que incita al contemplador a leerlas, una y otra vez, en busca de esos símbolos siempre ocultos en ellas hasta llegar a lo que en el fondo, pero sin querer reconocerlo, pretendía su creador: establecer un diálogo que, a lo que vemos y transcurrida ya una década, es intemporal.
Fallecido el 29 de abril de 2015, la memoria de Busto –JF, José Francisco, Pacobusto o Jose (sic, todo junto y sin tilde) y según para quien– sigue presente en los meticulosos detalles que introducía en sus trabajos. Diez años han pasado ya desde su partida, pero su legado, lo que queda de él, perdura para hacernos recordar que el arte, el verdadero arte, no muere, sino que encuentra formas de renacer en aquellos que lo aprecian y lo mantienen vivo. Al recordar a José Francisco Álvarez Busto, no solo celebramos su obra, sino también su espíritu inflexible, también ¿por qué no? su terquedad y su capacidad para transformar lo ordinario en extraordinario.
Este martes, diez años de soledad en esa pequeña estancia al fondo de la Sala de Exposiciones de la Casa de Cultura, nos acordamos de Busto, de lo que creó y de cómo lo hizo, de su apasionada entrega, de tantas horas de trabajo, de su modestia ejemplar y de su amor/adicción por el arte. En ese pequeño cuarto al final de la sala de exposiciones, ahora convertido en fría e impersonal trastería, estoy seguro que sigue latiendo su corazón. Al menos, en el lugar que ocupaba su mesa, la moqueta todavía deja ver las huellas de sus pies.
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