Voy comprendiendo un poco la rueda de este mundo. Uno cree que la vida y toda su verdad quedan muy lejos. Y recorre los anchos caminos de la tierra. Anda los territorios y su extensión ajena y aparente. Echa la vista atrás. Otea la ficción. Se desengaña a tiempo. Retorna decidido sobre los mismos pasos. Regresa a los espacios que le hicieron la piel, a las sanas costumbres, a los sencillos ritos que nos procuran rasgos de la inmortalidad, aunque no sea más que un único momento.

Por eso aprecio tanto, de nuevo, estar aquí, mientras muere la tarde y los gatos despiertan de una siesta larguísima y se estiran y afilan sus uñas en el tronco vetusto de un cerezo. Y los turistas huyen a su colmena urbana, tras un día de sol y merienda campestre. Y sólo escucho el peso de la luz y el zumbido de un grávido abejorro que acopia el rubio polen de las flores que aún echa el limonero.

Valoro más, si cabe, esta inmensa fortuna de encontrarme apartado de consorcios y alianzas, de los intoxicados colectivos y afamados expertos. Es domingo. Y huele, como antaño, a leña de manzano de alguna chimenea que adelanta el invierno. Y soy feliz, lo sé porque me llena de emoción y hermosura cualquier forma que surge ante mis ojos. Y puedo hasta llorar de plenitud y gozo. Podría hasta dar las gracias, si en esta intensidad acabara el trayecto. Me siento el hombre más dichoso de este ahora.

Las ocho. La estela de un avión. Compartimos la púrpura de un vino delicioso, las nueces que cogimos y unos trozos de pan con queso tierno. Se levanta una brisa agradable que mece los castaños en flor. Pronto llegará el otoño y su otra mansedumbre. Hay nubes de mosquitos en torno a las bombillas. Se encienden el alumbrado de los pueblos.

No necesito más. Está todo en su sitio. La buganvilla, la pérgola, el balcón. Y el sol cayendo. Está todo a su modo, provisional y plácido. Y aquí estamos nosotros, rodeados de salud y de complicidad y de agradecimiento. Asoma ya la Luna y las chicharras narran su estridencia a las sombras. Aquí estamos nosotros con todo lo que un ser humano necesita: cuatro paredes contra la intemperie, satisfacción, aplomo y un corazón capaz de amar y de corresponder en estima y respeto. Y la mano extendida, entregada a la ofrenda. Y la memoria intacta de cuantos nos quisieron.