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Reflexión navideña

Sobre el sentido de las fiestas que están a punto de terminar

¿Por qué hemos convertido la Navidad en una fiesta pagana, dedicada casi exclusivamente al disfrute de la comida, la bebida y el dolce far niente? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Por qué hemos olvidado tan pronto el sentido profundo de lo que significa? ¿Cuál es la causa de que las verdades divinas ínsitas en lo más profundo del corazón hayan abandonado el ser para convertirlo en una máquina de consumo mercantil, lleno de miedos y preocupaciones vanas, alejado de la esencia de su destino favorable?

Las cosas no ocurren de repente, se ganan poco a poco, lentamente. La actual desacralización del mundo occidental es fruto de un alejamiento continuo de las verdades del alma. Cuando se mata a Dios se muere despacio, no se encuentra sentido a la vida y se intenta, por todos los medios, sustituir lo que salva y proporciona paz y felicidad por aquello que sólo sirve para apagar la chispa de un lamento permanente. El consumo desenfrenado oculta la elevación del corazón, el fracaso de una vida superior, revela el acatamiento de un sistema dirigido por mentes enfermas cuya única finalidad consiste en la esclavitud de la persona, la condena de lo religioso y la cerrazón absoluta de una mente despierta. Cuanto más encadenado se está a lo material menos relevancia se concede a lo que está por encima de lo superfluo, sensible y fugaz. De tanto negar a Dios hemos llegado a creer que no existe; de tanto exaltar la fama, el éxito fácil, el poder que corrompe, los programas basura de televisión, el uso indiscriminado de internet, la dependencia psicológica de las redes sociales, la parusía de la apariencia y la falta de respeto a las personas hemos llegado a considerar que es verdad, la única ley existente. Mientras la fe brille por su ausencia no se podrá alabar nada más que el brillo del refulgente metal cuyo imperio depara dolor y escasa gloria; cuanto más alardeamos de lo que no somos más enterramos nuestras posibilidades infinitas en la ciénaga de una tierra abrasada por el descontento, la angustia y la soledad. No es bueno vivir a espaldas de lo que vale ni condenando a los que merecen la pena. Una sociedad basada en lo efímero, lo tangible, la fiesta de las vanidades, el reino del placer, el auge de lo mundano, el olvido de lo divino y la pena por el éxito ajeno está condenada a su pronta y cruda desaparición.

En la gran bacanal farisea de las navidades consumistas todo está permitido, el exceso se premia, todo el mundo está contento por escasos días; parece que la felicidad vuelve de nuevo a sonreír, una dicha basada en la abundancia de bienes temporales, comidas opulentas, reuniones obligadas, envidias relegadas y ansias de tragar una realidad que fagocita una vez transcurrida. El día después es muy duro cuando el día de antes carece de horizontes de grandeza y de amor, no se tienen los pies en el suelo ni la cabeza mirando hacia lo alto. Cuando el ciego olvida que desea ver jamás recobra la vista; cuando se vive creyendo que lo que supera al hombre es una entelequia, carece de razón y que sólo existe aquello que suena, se ve, toca y siente el mundo y la propia vida se convierten en una insoportable desesperación: el panegírico de lo mundano es el fruto de una derrota en lo divino. La inmensa mayoría de la gente celebra estas fiestas sin saber lo que está celebrando, la han convertido en una ocasión dorada para dar rienda suelta a sus ansias reprimidas y sus instintos encubiertos. Nochebuena se ha transmutado en un carnaval de invierno, un jolgorio típico de cada año, una oportunidad especial para olvidarse, por un momento, de las graves heridas que no cicatrizan jamás por el camino ordinario de las cosas. ¿Dónde están lo que antes creían? ¿En qué escondrijo se han refugiado aquellos que hasta no hace mucho tiempo daban golpes de pecho y alardeaban de ser hijos de Dios, defensores de Cristo y creyentes a toda prueba?

El vegetariano que come carne se engaña a sí mismo; el diabético que ingiere dulces obra contra su salud; el hombre que utiliza el nombre de Dios en vano, se ríe de lo sagrado, menosprecia lo celestial y aprovecha cualquier momento para verter su enconada predisposición contra lo mejor que lleva dentro no es feliz y vive en contra de sus semejantes.

Cada uno puede hacer lo que quiera siempre y cuando no perjudique a los demás. No existe peor alimento que el que se toma en malas condiciones y en pésimo estado del alma. Y después de la Navidad, ¿qué? ¿Volveremos adentrarnos en las oscuras golondrinas del tedio, el aburrimiento y el sinsentido? ¿Por qué no aprovechamos el tiempo sagrado, además de para pasarlo bien, estar con la familia y celebrar existencia, el amor a los seres queridos, el recuerdo maravilloso de los que se fueron, el respeto a los mayores, la esmerada y correcta educación de nuestros hijos, creando una sociedad más libre, justa y humana?

El que se deja llevar por la corriente suele olvidar hacia dónde se dirige.

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