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Vita brevis

Mascarillas

Muchedumbres que transitan embozadas y recelos europeos hacia Oriente

Siempre nos han fascinado a los europeos las cosas del Oriente lejano. Nos parecen extrañas o, incluso, maravillosas, como a Marco Polo cuando anduvo por aquellas tierras. El caso es que, tras tener noticias de algunas de esas cosas que nos sorprenden, acabamos haciéndolas propias, de tal manera que la inmensa mayoría piensa que fueron inventos del genio occidental. ¡Quién se imaginaria que los modestos y socorridos fideos vinieron de la misteriosa China!

Ya nos hemos acostumbrado a ingerir comidas de allí que, con toda naturalidad, se han bautizado, como el arroz, que es el cereal básico de las pantanosas tierras orientales, pero que hecho a la paella es tan cristiano viejo como el vino de misa en rito latino. Otros productos no se han popularizado tanto, pero parece que han venido para quedarse, como la soja, que ya hasta se vende un líquido hecho con ella que llaman leche y que beben algunos pejigueros. Podrían alargarse los ejemplos, como la costumbre de comer pescado crudo, que está muy de moda entre los finolis hartos de sustanciosos cocidos y carnes suculentas. Y no entremos en las prácticas deportivas de lucha descalzos y en pijama blanco, y otras lindezas semejantes.

Hasta hace bien poco aún nos sorprendían las imágenes de los hormigueros humanos de China, Corea o Japón, poblados de habitantes sin rostro, porque muchos de ellos transitaban embozados tras una mascarilla. Tenían la costumbre de que, al más mínimo estornudo o moqueo que tuvieran, se tapaban los orificios de la cara con una mascarilla para no contagiar al resto del personal. Era una pulcra medida de aislamiento social, que llevaban con naturalidad porque por allí habitualmente no se dan la mano ni se abrazan, aunque estas costumbres no se debían a razones sanitarias, sino a que son muy suyos y se acaban suicidando por un quítame allá esas pajas.

Por aquí nadie andaba disfrazado de esas guisa salvo en carnaval, que se usan máscaras sin diminutivo. Aquellos señores amarillos con mascarilla que se veían en reportajes daban asombro y forzaban esbozar alguna sonrisa. Es más, en Europa suscitaban recelo aquellos que anduvieran con el rostro cubierto, hasta el punto de que en algunos países se prohibió que las moras y otras sarracenas usaran burka o niqab en lugares públicos por seguridad.

El rey ilustrado Carlos III ya había dictado un bando prohibiendo en la España cañí el uso de capa larga y chambergo porque el embozo permitía el anonimato, facilitaba esconder armas y, con ello, fomentaba la comisión de delitos y desórdenes. Ya saben que aquella prohibición, junto con la hambruna que había por la carestía del pan, acabó con un motín que el Domingo de Ramos se inició en la plaza de Antón Martín y recorrió todo Madrid, extendiéndose por otros sitios, como Oviedo, hasta conseguir la destitución del marqués de Esquilache, ministro del rey, y su huida al destierro, que por ello es conocido como el motín de Esquilache.

Con todos estos antecedentes llegó de China el bicho diminuto que ahora pulula por ahí. Lógicamente poca gente se embozó por aquí una mascarilla y, al principio, los que se presentaban como sabios del asunto dijeron que eso de la mascarilla era una tontería que no valía para nada, mayormente porque no había suficientes existencias. Ahora que prácticamente se acabó la epidemia los mismos sabidillos dicen que es imprescindible su uso, cuando hay más que de sobra y hay que darles salida.

Así que ahora las muchedumbres transitan aquí también embozadas, que da gloria ver al personal así cubierto, ante la estupefacción de los perros, que no deben acabar de comprender la razón por la que ahora los humanos anden con bozal, como si hubieran sido catalogados como animales potencialmente peligrosos.

Es edificante ver parejas que pasean juntas con sus mascarillas, dando a pensar si también las usan en la cama. Tiene mucho gracejo ver a quienes la usan por la barbilla o el pescuezo, que es como tener tos y rascarse una oreja. Ya es cosa nuestra.

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