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Fernando Álvarez Balbuena

Las malas maneras

El insulto y la descalificación ocupan el panorama dialéctico en el Parlamento como arma arrojadiza contra el rival político

Las malas maneras

Cuenta la Historia que durante una visita del Ministro Talleyrand al emperador Napoleón Bonaparte, ambos discutieron sobre distintos puntos de vista políticos y, como Napoleón –poco paciente– estuviera en pleno desacuerdo con su ministro, éste trató de argumentar y justificar sus decisiones y puntos de vista, lo que llevó al emperador a montar en cólera y, preso de un ataque de ira, insultó a Talleyrand, mientras éste permanecía apoyado en la pared de la chimenea. Napoleón le llamó cobarde, sin credo ni fe, capaz de vender a su propio padre. Le culpó de la guerra de España. “¿Por qué no lo cuelgo a las puertas de las Tullerías? Usted no es más que un pedazo de mierda con medias de seda”, y le invitó con destemplanza a abandonar el despacho.

Talleyrand cruzó el recinto cojeando y, cuando le ponían el abrigo, dijo la siguiente frase que quedó para la Historia: “Qué pena, caballeros, que un hombre tan grande sea tan mal educado”.

Napoleón, evidentemente, no era un demócrata. Era un soldado que había llegado por muy difíciles caminos a emperador de Francia, pero su talante era el de un dictador acostumbrado a ser obedecido sin rechistar y de ahí que emplease un léxico poco acorde con la Ilustración de la que toda Francia presumía.

Pero hoy día, los políticos españoles, a quienes no se les caen de la boca las palabras “democracia, igualdad, libertad y tolerancia”, emplean un léxico tan ofensivo o más que el de Napoleón, e ilustran sus discursos con insultos de un calibre poco digno de los representantes de una nación moderna y soberana.

Hace muy pocos días, como ejemplo, hemos escuchado al ministro (ahora exministro) Pablo Iglesias decir poco más o menos que: “Abandono el Gobierno de la Nación para postularme como Presidente de la Comunidad de Madrid, evitando así que sea gobernada por una derecha criminal”.

Si se hubiera atrevido a lanzar este disparate en el Parlamento español del siglo XIX, no faltarían docenas de diputados de la derecha que le mandarían los padrinos, desafiándole a un duelo en el que, si lo rechazaba, quedaría deshonrado ante toda la sociedad y si lo aceptaba podría encontrar la muerte, como le sucedió en 1870 al infante Don Enrique de Borbón en su rifirrafe con el Duque de Montpensier, quien, por cierto, con este “homicidio legal”, perdió toda posibilidad de ser rey de España, como anhelaban él y sus partidarios.

El panorama dialéctico que ofrece nuestra democracia en el parlamento es verdaderamente lamentable. Los partidos de todas las tendencias, manejan el insulto y la descalificación como arma arrojadiza lo que, aunque a ellos no les importe demasiado, denigra hasta niveles barriobajeros el ejercicio de la política que es, en palabras de Aristóteles, un arte noble porque significa primordialmente trabajar en beneficio del bienestar de la comunidad.

Y la sociedad, que, al fin y al cabo es reflejo e interrelación de la política, no está mucho mejor, gracias a los ejemplos recibidos y así vemos los gritos impúdicos de las “Femen”, entrando desnudas en las iglesias o a los salvajes catalanes, quemando contenedores, tirando piedras a la policía y saqueando comercios, para pedir la libertad de un delincuente vulgar, sin que pase nada de nada y, cuando las personas de orden protestan en medios y redes de estas conductas, son calificados, o por mejor decir: descalificados, llamándoles reaccionarios y fascistas.

Habría muchas más reflexiones que hacer sobre el simple léxico de la juventud, lleno de gruesos tacos y hasta blasfemias, pero solo me voy a parar en una última consideración:

¿Cómo lograr la anhelada Ley de Educación que mejore la calidad de la enseñanza, si los diputados encargados de redactarla y ponerla en vigencia son justamente unos maleducados?

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