La violencia contra las mujeres constituye una situación dramática de la que la sociedad va tomando creciente conciencia. En las últimas décadas, y en gran parte gracias a los movimientos feministas, se ha pasado de la aceptación resignada a la sensibilización y al rechazo de esa violencia. La expresión más visible son los malos tratos físicos y, con demasiada frecuencia, la muerte de mujeres causada por hombres que, en muchos casos, son o han sido su pareja. Pero, aunque menos visible socialmente, existe una violencia más cotidiana, ejercida en forma de control obsesivo o de dominio del hombre sobre la mujer.

Los casos más graves (especialmente los que resultan en la muerte) tienen gran eco público y suponen una fuerte llamada de atención a la conciencia social, pero es preciso trascender el caso concreto para entender que se trata de un tipo de violencia específico y de un fenómeno de carácter estructural. Por ello hay que analizarlo en su contexto social y cultural. Son estas causas de fondo difíciles de cambiar, porque arraigan en las mentalidades y en los comportamientos y se refuerzan mediante discriminaciones económicas, laborales e incluso, frecuentemente, judiciales; la feminización de la pobreza es también un resultado de tal situación de desigualdad.

Pese a los avances experimentados en los años más recientes, tenemos unas medidas jurídico-políticas y una conciencia social aún muy insuficientes para que las mujeres en situaciones vulnerables o que viven fuertes conflictos de pareja estén realmente protegidas por la sociedad. Resulta evidente en los evangelios que la actitud de Jesús de Nazaret con las mujeres –como con otros grupos sociales discriminados– estuvo en abierta contradicción con los usos de su sociedad y cultura. Y lo mismo ocurría en las comunidades cristianas de los primeros tiempos. La razón estriba en que el Reino de Dios implica una visión de la realidad alternativa a la socialmente vigente, dentro de la cual se encuentra la superación de las estructuras patriarcales.

Pese a ello, cuando el cristianismo se vinculó al poder (religión del imperio y régimen de cristiandad) contribuyó a consolidar unas estructuras que dejaban a las mujeres en una posición subordinada. Incluso la interpretación de las sagradas escrituras y la propia organización eclesial se adaptaron a la cultura patriarcal dominante, cosa que no ocurría en los primeros tiempos.

Esta visión “masculinista” solamente ha comenzado a cambiar, aunque lentamente, en época reciente. El papa Juan XXIII señaló al inaugurar el Concilio Vaticano II que uno de los grandes signos de los tiempos era la presencia de las mujeres en todos los ámbitos sociales. En los años ochenta Juan Pablo II insistió en que Jesucristo manifiesta de manera inequívoca el reconocimiento de la dignidad de la mujer y propuso un examen de conciencia: “cada hombre ha de mirar dentro de sí y ver si aquella que le ha sido confiada como hermana en la humanidad común (…) no se ha convertido para él en un “objeto”, objeto de placer, de explotación”. Si aplicamos este examen de conciencia a la situación de las mujeres en la propia Iglesia, descubrimos la necesidad de corregir comportamientos e incluso normas. El propio Juan Pablo II, en el Jubileo 2000, pidió perdón solemnemente por los “pecados cometidos contra las mujeres por los hijos de la Iglesia”; pero aún los avances efectivos son demasiado lentos.

El actual Papa Francisco considera la violencia contra las mujeres como una “cobarde degradación” del poder masculino y como máxima expresión de las relaciones de poder y desigualdad entre hombres y mujeres, que tiene su raíz en las “culturas patriarcales, donde la mujer era considerada de segunda clase”. Y denuncia que las mujeres que sufren situaciones de exclusión, maltrato y violencia son “doblemente pobres” . Afirmar la igual dignidad de hombres y mujeres supone para la Iglesia una exigencia de firme compromiso contra la violencia de género en todas sus manifestaciones. Este empeño se concreta apoyando medidas orientadas a su prevención y erradicación, ofreciendo medios de acogida y apoyo a las víctimas. En el plano comunitario, es preciso acabar con las prácticas discriminatorias, tomar posición pública y sensibilizar sobre ello.

En cuanto a la Iglesia institucional, necesita dar pasos urgentes para recuperar y poner en práctica la sensibilidad originaria del cristianismo, que busca la abolición de toda discriminación, sea étnica, de clase o de género.