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Milio Mariño

A velocidad de cabreo

Las diferentes interpretaciones de la nueva limitación a 30 kilómetros por hora en las ciudades

Hace tiempo que la velocidad es sinónimo de progreso. Los trenes, los aviones, los teléfonos móviles, los ordenadores… Todo va a mil por hora y la previsión es que de aquí a nada vaya más rápido todavía. De la velocidad del pasado solo quedaba en pie una cosa: que un cocido a fuego lento sabe mejor que otro hecho en la olla exprés. Digo quedaba porque la nueva receta para circular con el coche por las vías urbanas copia la del cocido y significa volver a lo lento, a no pasar de treinta por hora.

La medida, aprobada como remedio para reducir las muertes por atropello, es otra de las muchas a las que tiene que someterse quien conduzca un coche; uno de los inventos que más ha revolucionado la historia de la humanidad.

Tener coche ha llegado a convertirse en algo poco menos que imprescindible. Y eso a pesar de que viene a ser como una máquina tragaperras en el bolsillo del propietario, pues a los gastos que supone comprarlo hay que sumar el impuesto de matriculación, el seguro, la viñeta, la ITV, los costes de mantenimiento, el carburante, la plaza de garaje y lo que cuesta aparcar en un parking o la zona azul. Dejo aparte las multas porque todos sabemos que su objetivo es didáctico y a las autoridades no las mueve, en absoluto, el afán recaudatorio.

La prueba que corrobora esto último es que la Dirección General de Tráfico promueve campañas de publicidad muy creativas que solo persiguen darnos buenos consejos: no corra, no beba alcohol cuando conduzca, no se drogue, no se distraiga, no hable por el móvil, lleve siempre el cinturón de seguridad puesto… Consejos que me parecen bien, pero creo que falta el consejo más importante: No se enfade ni se cabree porque los enfados y los cabreos afectan a la conducción y son tanto o más peligrosos que la velocidad, el alcohol o hablar por el móvil.

Conducir cabreado puede tener consecuencias muy graves. Un detalle que, por lo visto, han pasado por alto los impulsores de la nueva medida ya que es muy difícil no cabrearse cuando te obligan a ir a treinta por hora. Y más difícil todavía si, por ir a esa velocidad, quedas atrapado en un atasco, te adelantan los que van por la acera en silla de ruedas y ves que los peatones cruzan por donde les da la gana mientras hablan por el móvil convencidos de que pueden hacer lo que quieran.

No parece una solución aceptable dividir a la gente entre buenos y malos. Considerar que el conductor es un ser terrible, un criminal en potencia, y el peatón un ser indefenso y vulnerable al que hay que proteger, haga lo que haga. Tampoco lo es utilizar como argumento que se limita la velocidad a treinta por hora porque se quiere reducir, en un cincuenta por ciento, el número de muertes en las vías urbanas. Qué cortedad de miras. Razonando así… ¿Por qué no un cien por cien? ¿Porque no reducir la velocidad a cero y que todos vayamos a pie?

Cuando nos ponemos al volante de un coche no nos convertimos en seres irracionales a los que haya que perseguir y penalizar. Sabemos cuándo es necesario ir a treinta por hora, a veinte o a más, sin que nos apunten con un radar y amenacen con disparar.

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