Ya hemos sufrido dos estados de alarma. Dos, oiga, dos. El primero comenzó el 14 de marzo del pasado año y se prorrogó cada quince días hasta el mes de junio gracias a que así lo tuvo a bien la gran mayoría de las sesudas señorías que sientan sus posaderas en el Congreso de los Diputados.

Con aquel primer estado de alarma se nos retuvo encerrados en casa sin habernos acusado de ningún delito, sin juicio previo ni derecho de defensa. Se decretó así el arresto mayor del conjunto de la población, a la que se impidió el tránsito libre por el territorio nacional, que es uno de los derechos fundamentales que consagra la Constitución. España toda se convirtió en un gigantesco gueto, que ríase usted de aquellos en que los nazis encerraron a los judíos en Varsovia, en Cracovia o en Terezin.

Pero, mire, apenas si se oyeron voces discrepantes o rebeldes contra aquella dictadura. Es que se ve que, con la declaración del estado de alarma, alarmaron al personal de tal manera que se avino sin rechistar a encerrarse como borregos en el aprisco, no fuera a ser que viniera el lobo, en forma de bicho chino, y consumara una escabechina, que ya andaba el personal cayendo como moscas, incluidos médicos y demás sanitarios. Así que la inmensa mayoría de la chusma soberana aceptó de buen grado su condena, erigiéndose algunos incluso en guardianes voluntarios y autónomos del orden, que increpaban desde las ventanas de sus casas a quienes osaran deambular por las calles, sin miramiento alguno de las razones que tuvieran para ello.

En medio del terror colectivo, pocos se atrevieron a alzar su voz contra tan violento estado autoritario, que bien pudiera pensarse que se habían hecho realidad los postulados de un estado como el que describe George Orwell en su novela “1984”. Muy pocos escaparon entonces del “doblepensar”, que se apoderó del pensamiento de la mayoría de los comunicadores sociales, de los profesores universitarios, de los jueces y de todo tipo de intelectuales y de gentes de bien vivir. Todos apoyaron activa o pasivamente aquel dislate y, al unísono, dijeron: amén.

No es por sacar pecho, pero quiero ahora recordarles que uno de esos pocos díscolos públicos fue servidor de ustedes, como podrán comprobar rebuscando en la hemeroteca mis columnillas de aquellos tiempos. Tampoco tiene tanto mérito la cosa, que no hacía falta más que leer algo las leyes sin los prejuicios del miedo al bicho chino. Con la mente libre de esa opresión, inmediatamente uno se da cuenta de que el estado de alarma no autoriza una suspensión de los derechos fundamentales generalizada, que sólo sería posible con la declaración del estado de excepción.

No se puede uno extrañar de que no se dieran cuenta de este detalle los ministros, las ministras y “les ministres” del Gobierno. Menos aún, que no reparara en esta cuestión la mayoría de los diputados, las diputadas y “les diputades” que calientan sus anos en los bancos del Congreso, porque ahí están para agradecer a la mano que mece la cuna, que no vaya a ser que no les ponga en la lista para la próxima. Es hasta cierto punto comprensible que la mayoría de los abogados, picapleitos, rábulas y leguleyos no hayan ejercido las acciones pertinentes en defensa de las libertades constitucionales, que el miedo es libre y el morciguillo chino mataba bastante bien sin mucha acepción de personas y titulaciones. Y no digamos nada sobre el común, que bastante tenia con aguantar a los chiquillos en casa y no poder ir a visitar a la madre o a la suegra a la residencia de ancianos donde estaba felizmente depositada.

Pero he aquí que está a punto de pronunciarse el Tribunal Constitucional en el recurso interpuesto contra aquel primer estado de alarma y el ponente ya ha elaborado su dictamen. Como era de elemental lógica y aunque a toro pasado, aquellas medidas de encerrar a toda la población e impedirle el tránsito por el territorio nacional serán presumiblemente declaradas inconstitucionales. Habrá que indemnizarnos, ¿no?