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Francisco Sánchez

El final de la mascarada

La liberación del embozo que marcó otras etapas de la humanidad

Por fin, el doctor Sánchez, don Pedro, nos ha anunciado que se va a levantar la obligación de vestir mascarillas para transitar al aire libre. A partir del próximo sábado, 26 de junio, el personal podrá desprenderse del tapabocas para deambular por las calles y las plazas, para pasear por las playas y para andar por las campiñas y las montañas.

Uno se acuerda de cuando estaba muy mal visto portar ese artilugio, sobremanera por las señoras y salvo en Carnaval. Por tierras europeas sólo lo vestían las señoras moras de feroz integrismo sarraceno, que iban ocultas a las miradas ajenas a sus celosos esposos, con la sola excepción de los ojos y algunas ni eso, cuando vestían burka, con el que tenían que mirar el exterior de sus ropajes a través del enrejado que se abría en el frontal de esa fantasmal prenda. De aquella hubo debates en algunos países para prohibir el uso de esa vestimenta en lugares públicos o, al menos, en las dependencias oficiales, por razones de seguridad y en defensa de la dignidad de las mujeres.

No es de extrañar la prevención que había contra las máscaras y el embozo, porque daba pie a que con ello se cometieran actos delictivos que quedaran más fácilmente impunes, como se justificó la prohibición de las capas largas y los sombreros de ala ancha, cuando el motín de Esquilache. Es que el propio rey Gustavo III de Suecia fue asesinado en un baile de máscaras, que es el suceso que luego serviría de argumento a la famosa ópera “Un ballo in maschera”, de Verdi.

Con ocasión de la expansión del bicho chino por el mundo, se fue imponiendo también el uso de las mascarillas, que es una costumbre que ya tenían los chinos, los japoneses y otros amarillos antes de la pandemia. Entre esas gentes usar mascarilla es una cosa tan común como comer arroz, beber te o suicidarse arrojándose a las vías cuando se acerca un tren. Pero por aquí sólo se usaban máscaras para los bailes de disfraces, de tal manera que no las había ni en los almacenes.

Los sabios asesores de nuestros gobernantes nos dijeran al principio que no era necesario el uso de mascarillas, que era cosa sólo para los médicos, por la sencilla razón de que no las había en el mercado. Hasta que se pusieron a confeccionarla espabilados emprendedores que la emprendieron a fabricarlas a destajo, haciendo su agosto, sobremanera cuando acabó imponiéndose la obligación de portar los cubrebocas hasta para ir a cagar, que al principio costaban un ojo de la cara con su IVA de lujo. Hasta las monjitas de clausura se pusieron a ello, que lo vieron más rentable que la confección de amarguillos, de mazapán de San Clemente o de yemas de Santa Teresa o de San Leandro.

Era muy coherente que las monásticas y otras señoras caritativas se afanaran en la confección de mascarillas, porque tienen una íntima relación con el misterio de la Santísima Trinidad, que proclama la existencia de un solo Dios con tres personas distintas, como dogma definido en los concilios de Nicea y Constantinopla. Es que por aquellos entonces se celebraban funciones de teatro por todo el Imperio Romano, en las que los actores se caracterizaban con unas máscaras. Pienso yo que los padres de aquellos concilios se imaginaban a Dios como un actor que representaba tres papeles, unas veces como Padre, otras como Hijo y otras como Espíritu Santo. Era el mismo actor, pero representaba tres personajes distintos, según se pusiera una u otra máscara, que en latín es “persona” y en griego es “prósopon”.

Ahora que las mascarillas cuestan unos centimillos, nos autorizarán para ir sin ellas al aire libre, como han hecho en otros países europeos donde era obligatorio, que no eran todos. Ha sido tanto tiempo sufriendo ese tormento de tener que andar con la persona en la cara que estoy seguro de que habrá gente que, andar sin ella, le parecerá como ir desnudo. Así que muchos la seguirán usando, como lo hacen los japoneses para ir a la oficina o a la casa de te de la luna de agosto. Esperemos que no acaben, como muchos de estos, tirándose al tren.

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