Algún día tendrán que reclamar lo suyo. Así como nosotros queremos más y más. Y ambicionamos más. Y no nos conformamos ni con más ni con nada. Ellos algún día exigirán que posemos sus cosas en su sitio, cada una en su lugar, en su cuenca precisa. Me refiero a la tierra, que requerirá sus espacios y el eco de sus valles, la cima primitiva de sus magnas montañas y el cauce arcaico de los ríos y el aviso del búho y el escarpado origen de los acantilados y la geografía de los campos y los repechos de las amapolas y la memoria de los maizales y el contorno del corzo y la artesana textura de la niebla.

Al viento, que reivindicará sus veloces membranas y velámenes de agua enfurecida. Y sus prestas sandalias del dios más antiquísimo. Y sus brazos de furia y sus garfios de todopoderoso. A la mar, que solicitará su anchura cercenada y sus gaviotas vigilantes y la sal de sus pozos y los peces de argénteas escamas y la contigüidad con el sobrio horizonte y el talle dúctil de sus algas.

Al frío, que no dejará de implorar por sus estrías y por sus ramas adustas y sus árboles llenos de soledad y líquenes. Y los blancos ejidos de enero y sus mañanas. Y sus vistas al humo que se disipa lejos, en las aldeas calladas. Y a las cigüeñas huérfanas que anidan en lo alto del orgullo de un príncipe. A los caminos, los numerosos caminos, sin tránsito ni alambradas, que han perdido sus trazos y su destino y demandan las veras y los lindes silvestres de grillos y gramíneas y zarzales henchidos de verano.

Requerirán lo suyo a los seres humanos, que han quedado sin gestos y facciones, que han cambiado de sitio la sonrisa y el tacto, que han desviado el trayecto de las lágrimas y borrado los pómulos. Los seres humanos, caprichosos y anárquicos, que han arrasado todo, que han amputado la candidez del sueño, la esbeltez de las garzas, la incógnita del cuello de los cisnes. Los seres humanos, que han diluido el tinte del arándano, el sabor de la lluvia y su propia ralea.