A diario se alzan voces muy autorizadas afirmando que la crisis económica que padecemos no se debe tanto a la mala gestión de la propia economía ni a los fallos que se han producido en el mercado, sino que es, fundamentalmente, una crisis de valores.

La crisis política, social y económica

Estas voces no son precisamente las de los políticos ni las de aquellos que tienen en sus manos todos los resortes del poder, pues para la clase dirigente lo “políticamente correcto” es culpar del desastre económico a bancos, banqueros, especuladores corruptos, contratistas, etcétera y asegurar que la inmoralidad de los poderosos nos ha llevado al callejón sin salida en el que nos encontramos. Gran contradicción, porque la clase política que “padecemos” está, toda ella, buena para callar.

Sin embargo, creo sinceramente que, sin quitar peso a las malas prácticas, éstas no se pueden dar en una sociedad en la que la educación, la austeridad, el esfuerzo, el mérito y el trabajo primen sobre ese “venga a nosotros tu reino” con el que hemos identificado y confundido el Estado del Bienestar.

Todos somos culpables porque todos hemos querido vivir por encima de nuestras posibilidades reales, pero son más culpables aquellos que debiendo velar por el bien público, han confundido al pueblo haciendo creer a las masas que todo les es debido y que los ricos explotadores son los únicos culpables de que los pobres explotados no puedan pagar sus deudas, aunque las hayan contraído de forma inmoderada y sin control.

En suma, todo es un problema de educación, porque desde la más tierna infancia se han dado al pueblo unas leyes que, en nombre de la libertad, confunden la moral y la virtud con el despilfarro y la permisividad más insensatos.

Me viene a la mente el criterio de Platón, quien hace casi dos mil quinientos años, en su obra “La República” dijo algo que parece haber sido escrito en nuestros días y que transcribo libremente para ustedes:

“Cuando un pueblo, devorado por la sed de la libertad, se encuentra con que tiene a mano a los escanciadores que le sirven cuanta quiere, hasta emborracharle, sucede entonces que si los gobernantes se resisten a las peticiones de los cada vez más exigentes súbditos son declarados tiranos. Y sucede también que quien se muestra disciplinado en la relación con los superiores es considerado como un hombre sin carácter, como un esclavo. Sucede, igualmente, que el padre amedrentado acaba por tratar al hijo como a un igual y deja de ser respetado, que el maestro no osa reprender a los alumnos, los cuales acaban por burlarse de él, que los más jóvenes pretenden los mismos derechos y la misma consideración que los mayores y que éstos, por no parecer demasiado severos, dan la razón a los jóvenes. En este clima de libertad, y en nombre de la misma, ya no hay respeto ni consideración para nadie. En medio de tanta permisividad y de tanto libertinaje nace el desastre para todos y, lo que es peor, se desarrolla una mala planta: la tiranía”.

Así pues, la causa última de la crisis es, evidentemente, una falta de educación ciudadana y, por ende, un mal empleo de la libertad.