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concejo de bildeo Crónicas del municipio imposible

El cepo

De cómo un viajero bildeano desarticuló en un santiamén un tinglado de carteristas en Madrid

De nuestro corresponsal,

El cepo

Falcatrúas

Tuvo mala suerte aquel chiquillo en la estación de Príncipe Pío, de Madrid, pero él solito se la buscó: cuando un ratero tropieza con uno de Bildeo cabreado, más vale que Dios se acuerde de él, porque lo más seguro es que salga perjudicado.

Manolón Fardel había ido a ver a su hermano mayor, que andaba mal de salud; hacía años que no se veían y aquella podría ser la última vez. Francisco Fardel había dejado Bildeo para ver mundo, pero no salió de Madrid; se colocó en los coches cama del tren y allí trabajó toda su vida. Iba al pueblo cada tres o cuatro años, aunque allí no tenía nada, todo había quedado para Manolón y su mujer, que fueron los que cuidaron de sus padres hasta que fallecieron. Ambos hermanos se respetaban: no se escribían habitualmente, sólo para comunicar alguna desgracia familiar, no se comían a besos en cada visita, pero en momentos importantes, cada uno sabía que podía contar con el otro.

Habían quedado por teléfono en recoger a Manolón en la estación, junto a la parada de taxis y nuestro hombre llevaba allí de plantón un buen rato sin que nadie hiciese acto de presencia. De habitual tranquilo, Manolón observaba a los que pasaban, a ver si uno de los hijos de su hermano andaba por allí sin darse cuenta de quién era él.

Al compás de las oleadas de entradas y salidas de viajeros, notó cómo un chavalete de unos doce años metía la mano con gran habilidad en el bolsillo del abrigo de un viajero que se agolpaba junto a otros diez para coger un taxi. La cartera extraída pasó en unos segundos de las manos del raterillo a las de una anciana que vendía chucherías en un puesto integrado por una mesa y una silla, sostenidas por patas de tijera, extendida la mercancía sobre una amplia cesta plana.

Manolón echó un vistazo a su vieja maleta (una carrada de chorizos, morcillas, un lacón, dos mantecas…) y a la bolsa que la acompañaba, en el suelo, pegadas a sus pies. De pronto, de un coche al otro lado de la hilera de taxis llamaron su atención; era su hermano:

–¡Manuel!, no podemos aparcar, espéranos ahí atrás, que tenemos que dar la vuelta a la plaza, enseguida estamos de vuelta.

Manolón agarró los bultos y se dispuso a atravesar el río de gente que atascaba la acera, cuando sintió algo en el bolsillo derecho de su zamarra; sin soltar la pesada maleta, dejó caer la bolsa, la pisó y agarró la mano que hurgaba en su ropa.

La mano del bildeano resultó un cepo del que no se podía salir fácilmente. Clavó en el chaval una mirada dura, apretando los dientes, los labios y, lo que más dolió al ratero: la zarpa. El chaval palidecía por momentos, pero tuvo ánimo para sacudirle a Manolón sendas patadas en la espinilla que sólo consiguieron que la prensa se cerrase más.

No hace falta decir que las manos de un labrador y ganadero, además de madreñero, vienen guarnecidas por unos callos que las hacen insensibles, ni siquiera controlan la fuerza que ejercen.

Al ladronzuelo se le aflojaron las canillas, quedó tendido en el suelo, pero ni con esa rendición aflojó la tenaza sobre todos y cada uno de los huesos de su mano derecha. Los dedos asomaban como un manojo de espárragos morados, ahogó un grito desesperado que hubiese llamado la atención de mucha gente, la policía caería sobre él y no podía permitirse el lujo de ir detenido porque había que llevar dinero y comida para casa. Las lágrimas inundaban sus ojos, el dolor no aflojaba ni se le veía un final.

Manolón tuvo un atisbo de compasión, un momento de debilidad, pero no dio tregua al muchacho. Ambos formaban una isla en la marea de gente que se agolpaba en la acera, dos estatuas rodeadas de multitud ambulante que no se daba cuenta de la tragedia del ladrón, un zorro en un cepo.

El bildeano miró hacia la vieja del puesto que se había levantado y con las manos tapándose la cara contenía un grito por su nieto, seguramente era su nieto. Llevaba un par de largos minutos estrujando la mano ladrona, el chaval estaba tirado en el suelo, parecía desmayado, así que soltó la zarpa y se dirigió al puesto de la abuela que lo vio venir aterrorizada.

Dio una patada al tenderete, que despegó echando a volar su contenido. La gente abroncó a coro al salvaje que había atropellado de tal manera a la pobre anciana.

–Antes de ponerme a parir, miren a ver si conservan sus carteras; y si no las tienen, pregunten a la abuela y al nieto.

Lo vieron subirse a un coche y desaparecer.

Seguiremos informando.

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