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Carmen Nuevo

Noviembre

Noviembre se impone real, gris, hondo y sin fulgor. Ya no recordamos el oro de los días ni el verde de los pinares, y la playa y la senda costera se han quedado sin nadie. En noviembre se avanza de una forma más ligera, porque nuestra compañera, abundante, es la ausencia. Y qué necesaria es, a veces, para sentirnos acompañados y tomar conciencia de la infinitud contenida, solo, en lo que verdaderamente somos.

Noviembre es un mes transparente porque hereda el silencioso sonido de los manantiales y, en él, es más fácil desprenderse de cualquier obstinación. Esas que nos atenazan más que el miedo, que nos impiden sentirnos flexibles y alzar el vuelo hacia lo que auténticamente soñamos.

El cielo frecuentemente sombrío, por una especie de velo negro, nos impulsa a transitar por la serena oscuridad que, paradójicamente, nos devuelve la imagen más clara de las cosas, como si deambulásemos por madrugadas alumbradas por antiguas farolas, en las que se desvelasen todos los misterios.

Los rosales podados agonizan sin furia, pero se les intuye en un porvenir aunque sea incierto. El crepúsculo abandona el aroma de la ensoñación y se agradece que el mundo se exhiba sin máscaras, aunque se aleje de la sinfonía de la luz. El viento nos contempla desde arriba y la percepción blanca de la escarcha nos devuelve la imagen de la pureza de las cumbres.

Los jardines recuerdan todas las escalas olvidadas de la lluvia, pero nos alcanza la dulzura de la sonrisa de ese amigo fiel que aún permanece a nuestro lado, aunque otros, afortunadamente, se hayan desprendido de nosotros en un horizonte que se volviese vertiginoso como un tornado.

Y a dónde, a dónde se han ido las presencias que largamente, quizás demasiado, han estado ocupando nuestras casas o nuestras almas, cuando distraídamente teníamos las ventanas abiertas y era verano. Eso es algo que ni siquiera deberíamos preguntarnos, tan solo deberíamos percibirlo como un regalo, una fotografía despojada de cualquier emoción o un ciclo de mar desposeído que nos hará libres, precisamente, porque no retornará.

En noviembre, advertimos más que nunca esa extraña belleza, por lo que se ha ido, y también por tomar conciencia de nuestro ser en esos necesarios vacíos.

Noviembre es un velero albo abandonado a su suerte y sin rumbo que, lentamente, alcanzará una isla sin fuego repleta de flores sin color, pero en la que seremos más vivos e intensos que el filo de la mañanas malheridas.

Y nunca, nunca, Noviembre, perderemos la ilusión.

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