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Fernando Álvarez Balbuena

Los impuestos y la política

El fundamental gasto para la prosperidad de las naciones precisa de reglas rigurosas y barreras

Nicolás Maquiavelo, el escritor político más importante, que sentó las bases del gobierno útil para el príncipe y los ciudadanos, dejó dicha la siguiente frase: “Que nadie tenga temor a abrir un nuevo negocio, por miedo a los impuestos inmoderados del Príncipe”. Una frase que deberían de tener muy en cuenta los gobernantes para el buen resultado de su gestión de gobierno y de la gestión económica de su país, pues al fin y al cabo, política y economía, siendo realidades distintas, tienen tantos puntos de enlace que muchas veces se interfieren la una con la otra.

Efectivamente en los tiempos en que Maquiavelo hizo esta reflexión, los impuestos dependían de manera absoluta, del criterio del Príncipe, que según las circunstancias de los problemas (casi todos bélicos) de la época, los mantenía altos para financiar su propio poder absoluto.

Sin embargo la frase es trasladable a los tiempos actuales, si sustituimos al protagonista fiscal, el Príncipe, por el nuevo tirano, el Gobierno y su inmoderado afán de perseguir al ciudadano con impuestos cada vez más imaginativos para su “caja pública” y cada vez más impopulares y costosos para la caja privada del contribuyente,

Esto, además de injusto, es peligroso, pues debemos de tener siempre muy presente que la riqueza no la crean ni el Estado, con su burocracia excesiva, ni el Gobierno con sus decisiones recaudatorias.

La riqueza, como aseguran economistas de la talla de Gita Ionesco, la crean las fuerzas productivas de la sociedad y si dichas fuerzas se ven privadas de la liquidez necesaria para su normal funcionamiento financiero, la crisis económica y, por tanto, la pobreza, acabarán con el pretendido Estado del Bienestar del que tanto alardean los políticos en sus cada vez más vanos discursos.

Así pues, el estrechar cada vez más el desenvolvimiento económico y auto gestionado de las industrias, los comercios, la agricultura y de las demás actividades creadoras de riqueza, es muy peligroso tanto para la sociedad, cada vez empobrecida, como para el propio Estado que no tendrá a quien exigir tributos que financien la inmoderada sed de dinero, con la que mantenerse en un despótico poder interventor cada día menos útil para los ciudadanos.

Los impuestos, pues, se justifican por atender a las necesidades de la Nación y no al inmoderado crecimiento del Estado y, por tanto, el gasto que es preciso hacer debe de estar acorde con un sistema de austeridad administrativa, en beneficio de las obras públicas, del desarrollo social necesario para la prosperidad de la Nación y un sinfín de requisitos, que por sabidos de todos, no es necesario enumerar, pero que la enorme e innecesaria burocracia estatal, acaba por aumentar la deuda pública y el desbarajuste financiero. Y no es exagerada ésta afirmación, pues, por desgracia, tenemos abundantes ejemplos de fracasos políticos, tanto en la historia reciente, como en tiempos ya pasados, cuando hombres tan importantes como Cicerón, recomendaban al Estado romano: “Equilibrar el presupuesto”

Naturalmente el gasto no solamente es necesario; es fundamental para la prosperidad de las Naciones, pero con reglas rigurosas y barreras que bien conocen no solo los economistas, sino también las gentes con sentido común, pues como decía el poeta:

Porque el economizar

No es gastar mucho ni poco,

Sino saberlo gastar.

Y los que gobiernan no son tontos, lo saben también, pero, por desgracia, no lo ponen en práctica y ellos solos se descalifican para llevar el timón del Estado.

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