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Saúl Fernández

Crítica / Teatro

Saúl Fernández

Herodes en la jara

La versión teatral de “Los santos inocentes” pone en pie al Palacio Valdés entero

Cuando el señorito Iván explica que sí, que quiere que sus siervos –porque lo que tiene son siervos– sepan algo, el embajador se asusta un poco. El embajador, que es francés, pone los ojos normales sobre las maneras medievales del cortijo de “Los santos inocentes”. Estamos a mediados de los años sesenta: los ricos son tan ricos como para considerar posible, digno, factible pisar cabezas, romper piernas o destrozar el futuro. La versión teatral del clásico de Miguel Delibes mantiene la esencia de esta ruptura del mundo que el novelista vallisoletano había dejado en su libro de 1981. Decía que la había escrito a modo de cantata, una novela poética, la salvaguarda de los inocentes, la victoria sobre Herodes en medio de la jara. No sale la señora Marquesa en la obra, todo el mal lo encarna el señorito Iván, un despreciable con pinta de psicópata, pero porque le han dibujado así, que hubiera podido decir Jessica Rabbit. La maldad se aprende.

Pepa Pedroche y Javier Gutiérrez, durante la representación de «Los santos inocentes» en el Palacio Valdés. | María Fuentes

El público que llenó el Teatro Palacio Valdés el viernes pasado aplaudió hasta hacerlo retumbar. Y es que los trabajos dramáticos de los tres actores lo merecía: por ser tan enormes como geniales. Paco El Bajo (Gutiérrez), que ambiciona progresar; Azarías (Bermejo), que sólo es feliz siendo libre, y el señorito Iván (Dicenta), una especie de Barba Azul en sus horas más bajas. Todo esto bajo la atenta mirada de la Nieves (Nogueiras), la quinceañera a la que aguarda la servidumbre, pero que intenta la rebelión cuando le coloca la tilde al nombre de su madre, de la Régula (Pedroche), que se ha dado cuenta de que ya nunca escapará de la alienación en la que se ha criado.

Hernández Simón dirige un coro perfecto sobre un escenario lleno de cosas: de tres puertas, de un árbol con maletas y bajo una bandada de pájaros de papel. La presentación del señorito Iván en el marco de una de esas puertas, a contraluz, como John Wayne al final de “Centauros del desierto”, despierta el miedo. Y eso, el miedo, es el hilo de la mecha que arde hasta el final con zambombazo.

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