La imagen de San Agustín, en procesión por la calle San Francisco RICARDO SOLIS

"La humanidad corre, jadea, lanzada hacia el futuro, como galgo en pos de la liebre: sin pensar que la velocidad tiene sus límites biológicos, allende los cuales la vida misma es imposible. Y lo trágico del caso es que precisamente esa prisa devoradora aparece hoy como el símbolo más auténtico del progreso. La humanidad se cree obligada, moralmente obligada, a correr hasta romperse el corazón". No se equivocaba García Morente con su afirmación; mas aún... ¡quién le iba a decir que estaba haciendo de profeta!

Vivimos hoy los tiempos de la "santa" prisa, del atolondramiento o de la improvisación. Nos dejamos llevar por las sensaciones del momento o los impulsos primeros, incluso vence nuestra opinión el discurso fácil o sensiblero, la primera noticia que escuchamos, sin pararnos siquiera a pensar si lo que estamos viviendo o escuchando tiene algo de verdad.

Porque ese es otro tema: ¡Cuánta gente pretende erigirse como "la verdad"! Lo comprobamos a diario en opiniones, comentarios, críticas fáciles. Pregonan por doquier lo que pretenden que los demás veamos como certeza. Son simples enfados o contrariedades que pretenden elevar a verdad absoluta, su "media" verdad. Clamaba Ortega: "Siempre que enseñes enseña a la vez a dudar de lo que enseñas"...

Pero, ¡qué va! Las risas fáciles o las críticas mordaces se entretejen con un gran aliado: la prisa social. Hemos caído en la trampa de la precipitación, no nos da tiempo a escuchar a la otra parte. Nos hemos tragado el cuento, y encima, reímos la gracia. Lo expresaba el protagonista de este artículo: "La ignorancia es la madre de la admiración".

Y así nos va, en un mundo donde todos tienen razón y nadie es capaz de pensar si se habrá equivocado. "Las masas nunca han sentido sed por la verdad. Se alejan de los hechos que no les gustan y adoran los errores que les enamoran. Quien sepa engañarlas será fácilmente su dueño; quien intente desengañarlas será siempre su víctima" (Gustave le Bon).

¿Y qué tiene que ver San Agustín en todo esto? He aquí la clave. Fue un hombre único, que quiso ante todo –¡como nosotros!– buscar la Verdad, encontrándola en el lugar más inesperado: en su propio corazón ("in interiore homine habitat veritas", como genialmente expresó). ¿Qué es el corazón? El lugar del amor. Ese sentimiento que nos iguala –nos identifica– con el mismo Dios.

La Verdad, pues, no es una opinión sobre alguien o algo, no sirve para enfrentar o ridiculizar, segregar o excluir. La Verdad solo sirve para amar. Él mismo lo exclamó: "Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige por amor; si perdonas, perdona por amor. Exista dentro de ti la raíz de la caridad; de dicha raíz no puede brotar sino el bien". Esa es la característica esencial: que la verdad de mi vida solo puede servir para el bien. De ahí que odios, rencillas, críticas, egoísmos, soberbias o envidias sean hijas de la maldad, nunca de una pretendida o forzada media verdad.

¡Celebramos pues a un antisistema... del siglo XXI! No se conformó con ser llevado por la opinión pública, no se conformó con lo que decía la mayoría. Buscó dentro de sí, halló el corazón y dentro de él, encontró el amor. Ese sentimiento que identificó con el Dios de la Iglesia Católica. Y en ese amor, encontró la Verdad. Y ese encuentro le hizo libre, auténtico, fiel, veraz.

Es el legado de Agustín: "Conócete, acéptate, supérate", que nos lleva a descubrir lo esencial de la vida, de los pequeños momentos: "Si quieres conocer a una persona, no le debes preguntar lo que piensa, sino lo que ama". Todo depende de lo que llevemos en el corazón: no le echemos la culpa a los demás