Opinión | Crítica / Teatro

La decadencia del tiempo

Los dramas de "Canción del primer deseo" desarrollan un siglo en el Niemeyer

A la familia de "Canción del primer deseo" le pasan un montón de cosas y así no hay manera de que el espectador se centre. El drama del australiano Andrew Bovell, que se estrenó antes de anoche en el auditorio del Centro Niemeyer, se alarga durante casi un siglo. Y así, ya digo, no hay manera de encontrar la catarsis que uno anda buscando cuando se mete cada fin de semana en el teatro. Me explico: la función tiene tres tiempos: el final de la Guerra Civil, la represión de los sesenta y el momento presente. Cada uno de estos tiempos, al comienzo, parece que se desarrolla de manera independiente, pero estamos en un teatro: en un momento dado se tienen que hilar y se hilan todos. Pero lo que también se hila es el exilio, los niños robados, la violencia pedófila, el amor destruido, la soledad… Todos los males suceden en ese jardín. Y vaya…

Lo bueno de "Canción del primer deseo", sin embargo, está también en esa ambición literaria con que ha cobrado forma. Muy cercano a Wajdi Mouwad y al teatro épico de Brecht, lo importante es el hecho narrado más que lo que sucede sobre la escena (el teatro, de normal, es eso que se ve en las tablas, pero, ya digo, de normal). El baile entre los tres tiempos, el modo virtuoso en que Fuentes Reta resuelve el problema, es perfecto. Y todo con sólo cuatro actores y un solo escenario: el jardín de la casa señorial venida a menos (había otro jardín, y también muchos dramas, en "Las cosas que sé que son verdad", lo último de Verónica Forqué). Cuatro actores que doblan como si nada: el hijo solitario se convierte en el represor y la madre acabada se transforma en la que busca el presente perdido en la guerra.

Fuentes Reta dirige el espectáculo teatral como si estuviera haciendo una serie de televisión. Y ahí uno sí que se entrega por completo a la limpieza del aura llena de polvo con que accedió al teatro. Todo esto lo consiguen Ciru Cerdeiriña y Fuentes Reta de manera notable. Los dos son los creadores del espacio escénico; el primero, además, el de la iluminación, que cobra tanto protagonismo como esos cuatro actores y sus ocho personajes. Esa luz cenital sobre la elección del futuro en la frontera sobrecoge, pero sobrecoge menos el final. La necesidad de aclarar lo que acaba de verse no debería ser acuciante. Pasa igual con el poema. Y con la escultura de Lorca.

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