Opinión | La Rucha
Inventario de lo inútilmente útil
Ante el primer aniversario de la muerte de Nuccio Ordine
Admirado Ordine: Que tu descanso sea más leve que la tierra,/ y que sea esa tierra la que hubieras querido/ para esparcir la grana de tus cenizas./ Egregio profesor, humano entre los hombres y grande entre los grandes,/ orfebre y valedor de las Ciencias Humanas,/ si hoy me preguntaran con qué útiles partir/cuando yo me despida,/ con qué débiles brillos encendería los reinos de mis sombras,/ no dudaría un momento/ –después de aquel fulgor que me cegó en tus páginas–/ en pronunciar los nombres que fueron mis maestros,/ los que me adoctrinaron con su escuela doméstica,/ con su filantropía./ No dudaría tampoco en fechar unas fechas/ ni en hacer inventario/ de lo que, para mí, inútilmente útil, significó la vida.
Tú lo sabes, ilustre, lo dejaste vivido/ y tu muerte lo avala:/ la vida es este ahora, ni un antes ni un después,/ ni un ayer ni un mañana./ Ni un débil por si acaso. Ni un tímido enseguida./ Es esta pugna intensa,/esta continua prisa, sin sentido ni meta,/que nos aboca a una monstruosa lejanía./ Esta competición, tediosa, por ser más/ y el mejor y pisar a quien sea y pasar por encima,/ sin oír la belleza que nos tañe en el alma.
Quizá ya me hago viejo/ y añoro, como Horacio y Virgilio y Tibulo y Ovidio,/ el tiempo del pasado y aquellas otras razas/de costumbres sencillas, de fe a corto plazo,/ de abrazarse a menudo o saludar amables/o sentarse a observar, a sentir que sentían./ Echo de menos otro universo distinto,/ con más correspondencia/ y amor y cercanía,/ sin tantos aparatos/ y poca usurpación/ y hondo pensamiento y sólida palabra./ Añoro la harmonía de los largos veranos/ y cuanto me instruyeron los prados de Bañugues/ y el olor, al crepúsculo, a tortilla francesa/ y el despertar temprano con rumor de gallinas/y el eco del cabruño y el mugido de vacas.
Y si me preguntaran/–tras leer la llanura de tus altas certezas–/ qué no vendería nunca por más que me pagaran,/ qué no valdría tanto como habitar de nuevo/un instante tan solo del ayer y sus diásporas:/ sin duda, elijo el fuego de mi casa, encendida,/ y el rugido del viento en las tardes de invierno/ y la ropa impregnada de azulete y carbón/ y las charlas en torno a la vieja cocina/ y la sinceridad de todas sus estancias/ y la escasez fructífera en deseos y en sueños/sin las fauces gigantes del excesivo exceso/ que generó esta inmensa carencia programada/ y nos hizo perder ilusiones,/ contacto, humanidad,/ confianza y apego y empatía,/ a cambio del vacío que nos devasta.
Si alguien me preguntara qué lecciones recuerdo/ como enseñanza básica, como educación mínima,/ elijo aquellas siestas en que mi abuelo Adolfo/ me explicaba en su idioma de culto analfabeto/ la importancia de ser una persona honrada/ y pecar, si se peca, de respeto y aguante,/ de temple o tolerancia; y notar, al dormir, la conciencia tranquila./ Los turnos que mi padre doblaba/ –con su camión a cuestas–,/ para que a la familia no nos faltara nada/ y pudiéramos ser un poco más que él,/ un poco más que un simple obrero necesario./ –Dios los bendiga–.
Escojo la paciencia de mi madre escogiendo/ lentejas por la noche, sobre el hule de cuadros,/ toda la vida entera, una vez por semana./ Y la curtida tez de aquellos luchadores/ que, cada amanecer, con fiambrera y linterna,/ pasaban, resignados, a la mar o a la mina.
Y si me preguntaran por qué ahora estoy aquí,/ con latín en los brazos y rancio de gramática,/ daría gracias y gracias, gracias sinceramente,/ a cuantos me inculcaron pasión por lo que explico,/ por los trazos señeros de la caligrafía/y a una maestra joven –Milagros, Pontevedra– que lloraba al leer/ las estrofas silvestres de Rosalía de Castro;/ y a mi hermana, prendida de sus libros de hadas/ y a mis tías Remedios y Nieves, campesinas,/ que mientras me llevaban, en carro,/ a los molinos/o batían mantecas, al fresco, en la antojana,/ me contaban leyendas de hierbas y de árboles/ y de algunos misterios de la geografía./ Y a José, un navegante que construía lanchas/ y sabía de memoria poesías/ y me hablaba de cabos y sirenas, de mitos y naufragios y llevaba en el brazo un tatuaje precioso/ de una esfera y un ancla.
Son esos los sexenios que más me galardonan:/ unos/ conocimientos como de andar por casa,/ tan cabales y amplios, tan ajenos a cambios y a poderes, que cada día me saben al pan de cada día./ Esos son, en verdad, los años que, en verdad,/ merecieron la pena,/ con todos estos héroes y dioses familiares/ de inteligencia suma, tan natural y exacta/como la precisión del sol o las mareas,/ el brotar repentino del pruno y los laureles,/o la cíclica imagen de la flor del manzano/ cayendo hermosa y mansa/o el canto de los cucos tan pronto amanecía.
Insigne Nuccio Ordine:/ la luz de tus aciertos y la de aquellos clásicos/me agigantó simplezas que ya me entusiasmaban:/ la actualidad que cabe en los versos antiguos,/el almíbar que fluye del tesón y lo humilde,/ la plenitud que surge de la sabiduría, la lentitud que debe posarse en cada paso,/ la sensatez que pesa en todo lo que pasa.
Non omnis morieris./Eterno entre nosotros./Eternamente Gacias.
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