Opinión | la espinera
Abalorios lumínicos
No vamos a negar que una manera de alegrarnos, en estos tiempos casi invernales, sea contagiarnos del color y el brillo de las luces artificiales que alumbran a nuestro paso en las ciudades representado distintos motivos: ya sean estrellas, Papás Noel, renos o abetos. Parece que esos adornos, además de hacernos olvidar las penas, nos incitan a la compra de regalos y, en definitiva, al consumo. Sin embargo, y sin ánimo de aguar la fiesta, también ahora la moderación se vuelve necesaria como síntoma de realidad y de cordura.

Abalorios lumínicos
Últimamente son varias las ciudades que compiten por mostrar sus abalorios lumínicos elevados a la enésima, y eso pese a las quejas de algunos vecinos que perciben todo ese jolgorio y algarabía como una condena que perturba su calma y sus obligaciones diarias. Cierto es que nunca llueve al gusto de todos, pero la búsqueda del equilibrio y el no caer en un barroquismo extremo, molesto y hortera, quizás sea una solución acertada y también estética.
Es posible que a pocas personas les importe si el traje de Santa Claus fue en su origen rojo o verde y si Coca Cola contribuyó a la difusión de su actual imagen.
Es posible que carezca de relevancia el sentir o buscar un sentido trascendente, pues ahora todo se ha disociado, reconvertido y paganizado y el rito permanece como un ente cultural desarraigado que resulta muy apropiado y concorde con el arte contemporáneo, en el que la moralidad es muchas veces un valor disfrazado o en desuso. En esta nueva Sodoma de calles abarrotadas, en la que el hedonismo y la apariencia es la única finalidad marcada en la agenda, no está demás apartarse de vez en cuando de tanta luz cegadora para reflexionar sobre sombras y contradicciones y hallar a modo de deus ex machina la resolución de todo este entuerto.
Aunque también se me ocurre otra idea, que es tomarme una copa deslumbrante de Möet & Chandon rememorando aquella escena de Casablanca en la que Humphrey Bogart en el papel de Rick Blaine e Ingrid Bergman como Ilsa Lund apuran la última botella, mientras los nazis avanzan hacia París, disfrutando del instante, antes de que nos absorba la hecatombe y dejándome contaminar por ese alumbrado polícromo con forma de gran oso cobijado por una bola navideña aún mayor que se divisa desde una terraza concurrida a modo de atalaya. Desde aquí, todas las interpretaciones se vuelven posibles, como posible es la decadencia de esta vieja, irreflexiva y lamentable Europa.
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