Opinión | mente sana
Un mar de contradicciones
Cómo entender nuestra humana complejidad
Una adolescente me contaba no hace mucho lo mal que se encontraba por haber sentido un intenso odio hacia su madre un día que esta la había castigado sin móvil. "¿Cómo puedo odiarla si es la persona a la que más quiero?", se preguntaba con una más que evidente mezcla de culpa, angustia y miedo.
Extraordinario sufrimiento el que nos puede llegar a generar la falta de aceptación y de entendimiento de nuestras propias contradicciones humanas.
Estar, por ejemplo, atravesando un duelo y sentirse mal por tener momentos de ilusión y disfrute; querer salir a caminar y no encontrar nunca el momento; considerarse buena persona y mentir para evitar la crítica y el reproche; comenzar una afición con muchas ganas y abandonar a las primeras de cambio…
Quizá nos creemos seres simples, al estilo de los arquetipos que suelen abundar en la ficción y por eso nos empeñamos en encajar en categorías dicotómicas, sin tener en cuenta los imprescindibles matices, cuando realmente la realidad nos muestra que las personas podemos ser seguras e indecisas, extrovertidas e introvertidas, valientes y cobardes, generosas y egoístas… Las personas podemos amar y, a ratos, odiar. Podemos ser Madame de Tourvel y no estar libres de llegar a tener algunas conductas más propias del Vizconde de Valmont o de la Marquesa de Merteuil.
Porque depende, todo depende, que cantaba Pau Donés. Depende de nuestras experiencias, de nuestras circunstancias, de nuestros aprendizajes condicionados o de nuestros momentos concretos.
En ocasiones, nuestras contradicciones nos generan tanto malestar que, para reducirlo, acabamos cambiando lo que pensamos en una especie de autoengaño con el que justificamos las conductas que llevamos a cabo. Por ejemplo, alguien que proclama la importancia de llevar una vida sana, pero fuma y resuelve la disonancia diciéndose "realmente no fumo tanto", "total, de algo hay que morirse". El psicólogo social Leon Festinger describió perfectamente este fenómeno en su teoría de la disonancia cognitiva.
Por mi parte, permítanme confesarles mi última disonancia: acudir, siendo como soy una convencida republicana, a un acto organizado por una fundación eminentemente monárquica. Para no sentirme mal me dije a mí misma que ver y escuchar a Mary Beard en el auditorio del nuestro Centro Niemeyer bien merecía saltarme "un poco" mis propios planteamientos.
"Solo está vivo lo que está lleno de contradicciones", dejó escrito Bertolt Brecht.
Saber que esto forma parte de nuestra naturaleza humana nos tranquiliza. Ya saben, mal de muchos…
No me interpreten mal, no es que quiera yo promover aquí una apología de la falta de coherencia y de compromiso.
Se trata, más bien, de dejar de autocastigarnos, de reconocer y aceptar nuestra compleja naturaleza, de forma que podamos equilibrar, por ejemplo, nuestra necesidad de socializar con nuestra parte, también necesaria, de soledad e independencia; nuestra búsqueda de seguridad con el planteamiento de nuevos desafíos; nuestro objetivo de encajar en un grupo con el mantenimiento de nuestros propios valores y creencias.
En estos tiempos en los que se patologiza casi cualquier problema de la vida, tener algunas contradicciones no supone que nos diagnostiquen de ningún trastorno. Al menos de momento.
Eso sí, no todo el monte es orégano, hay contradicciones que acaban teniendo terribles consecuencias. Qué me dicen si no de la incoherencia de apoyar a quienes nos quieren dejar sin el más mínimo soporte sanitario, educativo y social; a quienes, con motosierra en mano, quieren instaurar tiempos que creíamos ya superados; o a quienes les parecen mierdas los más elementales derechos humanos...
Difícil resolver tamaña disonancia. Difícil justificar tanta maldad.
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