Opinión

La industria de matar

En "Blaubeeren" hay un álbum de fotos donde sale gente feliz: un picnic de compañeros de trabajo, un finde estival con los que, por semana, sólo puedes mirar con distancia porque ahí está el jefe. "Blaubeeren" es un "thriller" que escribieron Moisés Kaufman y Amanda Gronich que descubre que esa gente contenta curra en Auschwitz matando gente. Salen Joseph Mengele, Rudolf Höss y el primer teniente Karl Hocker que es el fotógrafo de la normalidad, el fotógrafo de la destrucción, pero no la del millón de muertos: la de sus compas en la tarea de matar.

En este punto de partida tan angustioso es donde nace el último trabajo escénico de Sergio Peris-Mencheta. Lo estrenó el jueves pasado en el teatro Palacio Valdés, en Avilés (en junio se va a Madrid). Es una desorbitada tragedia que el director de "Lehman Trilogy", con el cuchillo entre los dientes, utiliza para explicar que la maldad deja de ser maldad si se convierte en costumbre.

La vida normal –la familia, el ligue– eran los veranos al sol, lo otro –matar–sólo trabajo.

Kaufman y Gronich plantean "Blaubeeren" como una investigación de un cuento sobre la cara B de la realidad, pero Peris-Mencheta la devuelve a la cara A y lo hace con música en directo, con una escenografía –de Alessio Meloni– que unas veces son chapas metálicas y siempre un bosque de desolación.

"Los genocidios empiezan con palabras", dice uno de los personajes. Peris-Mencheta coge a sus actores y forma un coro ciudadano para matar la esperanza. Y en ese planteamiento dramático se lleva, como una catarata, al personal que, al final, cuando toma aire –sólo al final puede tomar aire– descubre que normalizar la destrucción es descomponer la humanidad. "Blaubeeren" es lo mejor del año.

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