Opinión
El veneno de la Cruzada aún se inocula
La falsa idealización del franquismo entre parte de la juventud y sectores nostálgicos oculta una dictadura de represión, desigualdad estructural y atraso social que solo la democracia ha comenzado a reparar
Los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla.
G. Santayana
En los últimos años, ha resurgido una peligrosa corriente de revisionismo histórico que tiende a dulcificar, o incluso glorificar, el régimen dictatorial de Franco. Esta narrativa, alimentada por la desmemoria, la ignorancia deliberada o el adoctrinamiento ideológico, sostiene que "con Franco se vivía mejor". Pero este aserto no solo es históricamente falso: es una afrenta a las víctimas de una dictadura que sepultó los derechos fundamentales bajo el peso del miedo, la censura y la injusticia.
La dictadura franquista fue el resultado de un golpe de Estado militar contra un gobierno legítimamente constituido en las urnas. No surgió como respuesta a un vacío de poder, sino como un intento de destruir la modernización democrática que representó la Segunda República. El régimen se consolidó con la ayuda activa de potencias fascistas como la Alemania nazi y la Italia de Mussolini. Lo que vino después fue una victoria militar seguida de una brutal represión: ejecuciones sumarias, cárceles abarrotadas, trabajos forzados, exilios masivos y un modelo político basado en el nacionalcatolicismo, la censura y la vigilancia ideológica de toda la ciudadanía.
Los datos son irrefutables. España vivió durante décadas bajo un régimen de terror institucionalizado, con la pena de muerte vigente hasta bien entrada la década de 1970 y mecanismos aberrantes como el garrote vil. La Ley de Responsabilidades Políticas, la de Represión de la Masonería y el Comunismo, y la de Vagos y Maleantes sirvieron de base jurídica para la persecución de disidentes, homosexuales, sindicalistas, intelectuales y ciudadanos anónimos acusados de no comulgar con la "moral del régimen". No existía libertad de prensa, ni de reunión, ni de expresión, ni de culto. La única educación permitida era la adoctrinadora y confesional. El Estado imponía una única "verdad" y castigaba severamente la pluralidad.
La justicia social fue inexistente. Las condiciones laborales eran leoninas: jornadas interminables, salarios de miseria, explotación infantil, ausencia de vacaciones remuneradas o seguridad social real. La siniestralidad laboral era altísima, sin protocolos ni legislación moderna en prevención de riesgos. El derecho a huelga o a sindicarse estaba prohibido. El verticalismo del sindicato oficial (el "Sindicato Español") era una farsa corporativista diseñada para controlar al trabajador, no para protegerlo. Frente a esto, la democracia trajo el Estatuto de los Trabajadores, la negociación colectiva, la seguridad social universal y el derecho al trabajo digno, pilares fundamentales del Estado del Bienestar.
En cuanto a educación y sanidad, los retrocesos fueron dramáticos. El acceso a la educación estaba restringido a las clases pudientes. La mayoría de la población abandonaba la escuela antes de los 12 años, y el analfabetismo rural se perpetuó hasta bien entrada la década de 1960. La Universidad era un reducto de las élites y un instrumento más de depuración ideológica. La sanidad, profundamente desigual, apenas cubría a los asalariados varones del régimen. Las mujeres, los niños, los pobres y los habitantes de las zonas rurales estaban condenados a la beneficencia o a la automedicación. La mortalidad infantil era altísima y la esperanza de vida inferior a la media europea. No fue hasta la llegada del sistema público de salud en democracia cuando se logró una cobertura universal y gratuita.
La situación de la mujer merece un capítulo aparte. Las españolas carecían de personalidad jurídica plena: necesitaban el permiso del marido para abrir una cuenta bancaria, trabajar, viajar o incluso disponer de su propio cuerpo. No había derecho al divorcio ni al aborto, y la violencia machista no era considerada delito sino "disciplina doméstica". El ideal femenino franquista era el de la mujer sumisa, madre y esposa, confinada al hogar y a la obediencia. El feminismo, como cualquier forma de emancipación, era perseguido con saña.
Tampoco se puede olvidar el drama de la vivienda y la emigración. Millones de españoles vivían en condiciones infrahumanas, en barriadas marginales, sin agua potable ni alcantarillado. La emigración a Alemania, Francia o Suiza fue la válvula de escape del régimen para maquillar el desempleo y el hambre. Las pensiones eran ridículas, sin revalorización ni sostenibilidad. Hoy, pese a las dificultades, tenemos un sistema de vivienda regulada, subsidios, pensiones dignas y políticas activas de empleo —logros democráticos fruto de décadas de lucha.
El supuesto "orden" franquista no era paz, sino miedo. No era prosperidad, sino resignación forzosa. No era patriotismo, sino servilismo impuesto. Y todo aquel que ose hoy blanquear esa etapa debe, al menos, enfrentarse con honestidad a los hechos y no con nostalgias falsas.
"Donde hay olvido, florece el engaño; donde hay memoria, crece la dignidad".
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