Opinión
El espejo del edadismo
Cuando una sociedad olvida a quienes realmente la sostienen
En nuestra lengua, la palabra viejo arrastra un peso áspero, casi hiriente. A diferencia de América Latina, donde se pronuncia con afecto, en España se asocia con la pérdida, con lo que sobra. Esa sombra cultural es la que explica que el edadismo, la discriminación por razón de edad, no solo se reproduzca en las conversaciones cotidianas, sino que se haya instalado en nuestras instituciones con la naturalidad de lo que parece inevitable.

El espejo del edadismo
El Congreso de HelpAge, celebrado en Avilés hace unos días, ha vuelto a poner un espejo incómodo frente a nuestra sociedad. La imagen que devuelve no es halagadora: personas expulsadas del mercado laboral por cumplir años, diagnósticos médicos reducidos a un "es cosa de la edad", residencias donde la sobremedicación sustituye a la atención, cursos de formación a los que se niega el acceso a quien ha superado cierta cifra en su DNI. El edadismo, más que una actitud, es ya un sistema incrustado en los engranajes políticos, económicos y sociales.
Detrás de estas realidades late otra cifra que nunca aparece en los balances oficiales: entre 135 y 165 horas semanales de cuidados no remunerados recaen en los hogares, sostenidos en su mayoría por mujeres que, muchas veces, renuncian a su vida laboral. A esa multitud callada se le ha dado nombre: el cuidatoriado. Una clase social que sostiene, con o sin salario, el entramado del bienestar, pero que permanece invisible, sin derechos plenos, sin reconocimiento jurídico.
La otra cara del edadismo se refleja en la soledad no deseada, un mal silencioso que golpea con especial dureza a las personas mayores. No se trata de una elección, sino de una consecuencia: familias reducidas, hogares deshabitados en el ámbito rural, servicios que no llegan y una sociedad que, demasiadas veces, aparta en lugar de integrar. Lasoledad impuesta es una forma de violencia invisible que erosiona la dignidad, la salud y hasta la esperanza de quienes un día levantaron con su trabajo las estructuras que hoy disfrutamos. Combatirla requiere políticas públicas, pero sobre todo un cambio cultural: aprender a no dejar solos a quienes nos enseñaron a no estarlo.
La pregunta que surge es inevitable: ¿queremos construir un cuidatoriado fuerte, protegido, o perpetuar esta clase oculta que garantiza lo esencial mientras se le niega todo?
En España y en Europa hemos legislado contra la discriminación por género o discapacidad, pero el derecho a no ser discriminado por edad sigue siendo un derecho de papel. La Constitución en su artículo 14 proclama igualdad y dignidad; sin embargo, carecemos de una ley que las haga efectivas. Mientras existen una Ley de Igualdad de Género y una Ley General de Discapacidad, la edad apenas aparece en la normativa laboral europea. Se trata de un vacío legal que convierte a millones de mayores en ciudadanos de segunda.
En Avilés somos más que los jóvenes, por eso es necesario dar propuestas para dar respuestas a las necesidades. Es necesario una reforma de la Ley de Igualdad que incluya expresamente la edad como causa de discriminación, la aprobación de una Ley Integral contra el Edadismo que abarque desde el empleo hasta la digitalización, el reconocimiento del cuidatoriado como un pilar productivo esencial. Ya existen en Aviles medidas concretas, como el programa que ofrece vivienda gratuita a jóvenes a cambio de colaborar en el cuidado de mayores, y ese es el camino a seguir y profundizar.
Entre los momentos más enriquecedores de aquel foro estuvo, para mí, la compañía de mi colega y amiga María Jesús Barrientos. Tras una vida dedicada al servicio público –concejala de Hacienda, teniente de alcalde y hoy vocal en la Junta Directiva del PP en Avilés–, su presencia a sus 76 años es prueba viva de que la sociedad madura no es una carga, sino un activo invaluable. Su trayectoria, su temple y su capacidad de diálogo, de las que soy testigo casi a diario, son espejo y enseñanza de lo que deberíamos preservar: la convicción de que la experiencia es patrimonio común.
Pero ninguna ley bastará si no asumimos la lección más profunda: la educación. El respeto y el cuidado hacia nuestros mayores deben enseñarse en la escuela con la misma convicción con que se enseña a sumar o a leer. Solo así lograremos desterrar la idea de que la vejez es un problema, y recuperar la certeza de que es un tesoro de experiencia y sabiduría.
Envejecer no debería ser un acto de resistencia, sino un derecho a la plenitud. Seremos una sociedad mejor en la medida en que sepamos mirar a nuestros mayores no como muebles olvidados, sino como faros que nos iluminan el camino que, tarde o temprano, también recorreremos.
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