La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

análisis

La Asturias que un día se despertó autonómica

Aproximación a la lejana sociedad de hace 40 años, cuando el paisaje y el paisanaje eran diferentes

El tango es bolero cuando dice que 20 años no es nada. La mentira es el doble de gorda cuando son 40. Hace 40 años Asturias estrenaba autonomía y los asturianos, habitantes de la región más estudiada y proyectada del mundo (y más grandona cuando se proclaman cosas así) no teníamos ni idea de lo que significaba en la realidad y hasta el último término todo lo que iba a llegar al Principado en forma de descentralización. Además de que entonces era poco. Pasé el primer lustro en el oficio cumpliendo la orden de preguntar a todo tipo de personas en qué consistía su trabajo en la autonomía, en que cambiaban las cosas y qué opinaba de esa descentralización administrativa.

–¿Qué ventaja tiene la autonomía?

–Las decisiones se toman aquí conociendo el terreno y las necesidades concretas de las personas, los sitios y los momentos y no lo decide en Madrid un tío que nunca ha estado, no sabe lo que son las montañas, los tiempos de las carreteras…

–¿Puede poner un ejemplo concreto de mejora de la autonomía?

–Se acerca el servicio al asturiano, que conseguirá antes una licencia de pesca.

Tampoco los asturianos sabíamos del fenómeno paralelo y coincidente de la reconversión de todos los sectores económicos al tiempo que estaba a punto de empezar y nunca acabar, pero ese es otro cantar y no los “Cancios d’un país” de “Nuberu”, el “Ay amor” de Víctor Manuel y “Hazañas Bélicas” de “Stukas” que salieron en su redondez de elepé en 1981. Las cuencas mineras marcaban el ritmo el año en que “Ilegales” ganó el concurso de rock de Oviedo y, pronto, anunciara la llegada de “Tiempos nuevos, tiempos salvajes”.

Sin haberse movido de sus fronteras, el paisaje de Asturias era distinto. El campo era de muchos verdes porque cada minifundista le cambiaba el tono según cuándo segara y lo que plantara. Una ladera era un mosaico de propiedades con alguna vaca en libertad dentro, vara de hierba acabada en palo, remate en sebe y salida a caleya.

Las aldeas olían a cuchu y en casas remotas faltaba el wáter. Al campo nunca se le pudieron poner puertas, pero si las hubiera habido serían todas de salida. Aunque entonces había un sueño tardojipi de regresar a la naturaleza (articulado en el ecologismo de la revista “Integral” y mezclado con la pegatina redonda de “¡Nuclear, no gracias!” para la chupa vaquera), no habá más vuelta al pueblo que la de los cangueses del Narcea que trabajaban por Madrid y Alemania para pasar el verano.

Con la excepción de la “Y”, la carretera de Mieres a Oviedo y poco más, Asturias se recorría por carreteras nacionales retorcidas como serpentinas que a cada nada se frenaban en travesías que partían por la mitad una sucesión de villas con cine y discoteca que se sentían muy vivas por ver los coches pasar.

Para la inmersión conductora del visitante entraba por el puerto de Pajares, donde la coincidencia de dos camiones en sentido contrario en algunas curvas paraba la circulación y la mantenía pendiente de unas forzudas maniobras. El cartel de Asturias anunciaba un barranco ineludible que se bajaba con tanto cuidado como precaución exigía subirlo. ¿Ya entonces un galante con pintura había escrito en un muro de contención “Quiérote mozina” (sic) como advertencia de que la sentimentalidad cabía en aquel puerto hostil, lluvioso, neblinoso, con cadenas, con sol para iluminar el vértigo, rezumante de agua en las laderas?

La entrada desde Galicia por Vegadeo era la experiencia más sinuosa hasta llegar a Oviedo mismo, la del oriente se iniciaba en Bustio y desde ahí hasta Oviedo había penosos puertos de montaña con trazados que eran un sueño para los pilotos de rally.

Asturias era un paraíso natural pero los turistas aún no lo sabían porque no había una campaña del Principado que se lo hubiera dicho y las de España vendían un sol que aquí escaseaba. El paraíso era el secreto de los veraneantes, descendientes de asturianos o de gusto minoritarios, de pueblos costeros en los que un número reducido hosteleros trataban con desdén local a los clientes, siguiendo una recia tradición de “no sé, voy a preguntar a la cocina qué hay para comer” u ofreciendo una carta escueta, bastante estandarizada. “Se prohíbe la entrada de perros y de madrileños” cuenta la leyenda que escribió Tomás cuando Llanes, Celoriu y Barru eran campeones de campismo.

Entonces los chalés se construían de uno en uno y los vascos no habían saltado Cantabria. Hasta los noventa no llegó la ola vasca de veraneantes “a ver chalés”. No existía el turismo rural. Lo creó la autonomía unos años después.

El nudismo era una práctica puntera y discutida, consentido en Torimbia por la difícil accesibilidad de la playa y algo más peleada en Peñarrubia, en Gijón, cercana, rocosa y puerca con el único atractivo de la desnudez, tanto para los practicantes como para los “junones” que eran denunciados a grandes voces cuando los detectaban en sus puestos de avistamiento.

Oviedo y Gijón eran de color gris; Avilés, gris oscuro y las cuencas mineras, negras hasta de agua. Los inviernos olían a carbón y tiznaban con hollín. Gijón y Avilés, por el peso de los trabajadores industriales comían una hora antes que Oviedo donde las oficinas marcaban el horario administrativo.

Las ciudades eran más silenciosas que ahora, porque la decibelia vendría con una prosperidad que aún no había llegado y porque la policía usaba mucho menos la sirena, aunque tiraba más de porra.

El dueño de las calles era el coche. Las aceras eran estrechas y como el mobiliario urbano no había avanzado más allá del banco público, no existían bolardos que impidieran que el coche subiera dos ruedas, comiendo espacio al peatón y a la calzada. El automóvil sin restricciones se comportaba de manera muy grosera. Había pijos que se subían al coche como quien se pone los zapatos y salían con él a lo que fuera, incluida la cafetería de al lado.

En las avenidas, la doble fila era crónica. No había un metro de calle peatonal y a los ayuntamientos democráticos todavía no les había dado tiempo de desplegar jardines y parques que formaban parte de la utopía socialista.

No se consideraba que las fachadas de las casas debieran repintarse con alguna frecuencia y ni en muchos casos se revocaban de los balazos de una guerra que había acabado 40 años antes. La humedad, la contaminación y la desidia o la pobreza ennegrecían todo edificio viejo.

En el comercio empezaban a languidecer los almacenes medianos como “Botas” o “Al Pelayo” bajo la potencia de los rozagantes grandes almacenes, que entonces se reducían a las “Galerías Preciados” de la calle Uría de Oviedo. “El Corte Inglés” era un sitio al que se iba en Madrid.

Los supermercados estaban cediendo el paso a los hipermercados, una nueva manera de comprar a las afueras con coche, tarde de acopio y un carrito atiborrado para todo el mes, un ritual entre coñazo y excitante para quienes, de niños, habían ido tantas veces a hacer recados a la tienda de abajo “y dile a Fermina que lo apunte en lo del mes”.

Las pequeñas tiendas ocupaban todos los bajos comerciales que dejaban libres los bancos esquineros, las cafeterías de cristalera tintada y los “barones” rancios de dudosa nobleza, de vaso chato, techo alto, ventana de guillotina, perchero de tren de cercanías, mesonas tatuadas y camareros bajitos y malhumorados.

Las pequeñas tiendas extendidas a pie de calle del centro, que se iban acorazando contra la “inseguridad ciudadana” y “el miedo a salir de noche”, estaban a punto de ver la llegada del centro comercial, el “mall” con luz artificial y circuito de escaleras automáticas. La ropa entonces era cara y la moda, más. Proliferaban las tiendas de golosinas a granel.

Todo lo pequeño iba hacia lo grande, menos los cines que renunciaban al teatro de modales palaciegos en favor de los minicines funcionales, pero permanecían en el centro de la ciudad y eso permitía hacer un plan al paso, entrar porque veías el cartel y tocaba función. Si daba tiempo, se comía un pincho en la cafetería de al lado. Se fumaba en el vestíbulo antes de entrar y en el mismo instante de abandonar la sala, con los créditos rodando en la pantalla a las espaldas.

Entonces se fumaba mucho y en todas partes. Los porros estaban volcando el gusto general del negro “Ducados” al rubio “Fortuna” de la estatal empresa Tabacalera Española. En los bolsillos, los mecheros de plástico sustituían a las cajas de cerillas y a los encendedores que exigían recarga, por el creciente prestigio de lo desechable, que se identificaba con la cultura del kleenex, que despreciaba la sociedad de los padres de posguerra, reutilizadores que no tiraban nada.

El kleenex que acabó con los juegos de pañuelo de caballeros como regalo para el día del padre entraba con la celulosa, un material que se implantó entonces con una nueva comercialización y que se aplicaba a todo. Al fin papel blando, pensaban los limpiados por el higiénico “El elefante”.

En 1981 se estrenó la película que confirmó todas las ganas de regreso al espectáculo, la diversión y la aventura pulp que marcó la década y entronizó a Steven Spielberg como rey midas: “En busca del arca perdida”. Indiana Jones, látigo sin sado, que marcó el estupendo cine comercial de los ochenta. Faltaba poco para que el vídeo se hiciera accesible y permitiera dos cosas: Uno: denunciar que el mercado no siempre consigue lo mejor al triunfar el borroso sistema VHS sobre el nítido Betamax. Dos. Que las películas se pudieran ver una y otra vez y que el espacio de esa utopía cinéfila fuera el salón de casa.

Era un mundo mucho más lento. Volar era algo excepcional porque era muy caro. El parque móvil era antiguo porque los coches duraban mucho y, como novedades, unos automóviles de líneas rectas como el Renault 5, el Ford Fiesta y el Seat 131 rodaban más por carreteras nacionales porque aún no había muchos kilómetros de autopista. El autostop declinaba. Los trenes de largo recorrido eran eléctricos de día y expresos de noche. La policía subía a ellos, identificaba y bajaba al compás que marcaban los atentados de ETA. En los últimos vagones, sin luz ni calefacción, iban reclutas a ser pelados e iniciar la mili.

Las leyes iban asfaltando lentamente el camino hacia las libertades y se identificaba toda ley nueva con más derechos. La última posible era la ley de divorcio que en seis meses de vigor disolvió 9.483 parejas. Aún clamaban manifestaciones de mujeres por una ley del aborto en un tiempo en que cuando ibas a la consulta, la doctora era doctor y –a veces– la enfermera, monja.

Así llegó el Estatuto de Autonomía.

Fluctuaciones en los valores del catecismo moral

Si el eterno humano está escrito en los pecados capitales podemos decir que en este tiempo los valores del catecismo han fluctuado.

El neopuritanismo actual es la resaca de la ola de erotismo que en 1981 ya había roto en el puerto oscuro de las salas de cine X en las grandes ciudades.

La avaricia estaba muy mal vista. Ahora, su sinónima codicia es una virtud liberal. Hoy empezó ayer, hace 40 años: en 1981 había ganado las elecciones estadounidenses Ronald Reagan, que abrió la puerta grande al liberalismo en el que se empecinaba en Reino Unido Margaret Thatcher, la dama de hierro y laca.

Se llevaba más la humildad que la soberbia porque el deporte no estaba apenas pagado, el fútbol no tenía milmillonarios, (por Quini, los secuestradores pidieron 100 millones de pesetas, que entonces no eran nada antiguas) aunque ya corrieran por el césped Butragueño y Maradona y las celebraciones de victoria distaban de ser el remedo de conducta de gorila alfa que empiezan a imitar también las guerreras. Los chiquillos lo que ven en sus ídolos.

La ira ha ampliado su presencia en el espectáculo y en el relato político y su antónima paciencia ya no es recomendada en ningún negocio ni trabajo.

Socialmente, la gula es una manera de comer coetánea con el hambre, pero 1981 sentaba más templanza a la mesa en un país de restaurantes de menú del día y cafeterías de plato combinado, horribles bares de carretera –como tantos que permanecen– donde una buena tortilla perfectamente construida brillaba más que los discretos restaurantes con estrella Michelín (Arzak, Vía Veneto, Akelarre, Casa Solla). Lo que se extendían entonces por Asturias eran las pizzerías y en Madrid abrían los primeros burguers de la Gran Vía. La tendencia de las chicas era no aprender a cocinar y si un hombre lo hacía no alardeaba de ello para no ser tachado de madraza. La conquista de Marte era más imaginable que “Master chef”.

Se mantienen la envidia como el pecado natural preferido de las encuestas y la diligencia como una virtud que cuando se une a la tecnología se cuantifica como competitividad.

005

Toda la ciudad de entonces cabe ahora en un móvil

De Japón, el gran copiador que miniaturizaba todo, llegó el reloj digital y la electrónica empezó a jugar en las muñecas. Había pocos cajeros electrónicos. Ahora podemos ver la cantidad de ciudad de entonces que cabe, bien plano, en el teléfono móvil que va en nuestro bolsillo.

Para telefonear en casa se disponía de un teléfono encima de una mesa o pegado a una pared. En la calle había cabinas y teléfono público en los bares. A Telefónica se iba para llamar a cobro revertido o controlar el precio de una conferencia. La guía de teléfonos competía con el Quijote y la Biblia de las casas.

Para escribirse estaban correos y sus buzones, Oviedo y provincia, resto de España y extranjero. Para escribir corto y urgente, el telegrama stop.

Para fotografiar había –exagerando– una cámara de fotos por familia que se sacaba para las ocasiones. Los carretes limitaban los disparos a 12, 24 fotos. Había que esperar al revelado para verlas y las copias eran caras. Las fotos de color se enviaban a revelar a Madrid. Se consideraba un pelmazo al que te proyectaba en diapositivas sus vacaciones, lo que ahora se hace instantáneamente en Instagram.

Para jugar al comecocos había que ir a las salas de electrónicos en unas maquinas más grandes que una taquilla que habían desplazado la mesa inclinada del pinball. Estaba de moda llevar en el bolsillo el cubo de Rubik y retorcerlo hasta que cada cara tuviera un solo color.

Para informarse, los periódicos eran grandes, y había media docena de cabeceras asturianas y las dos hojas del lunes, proliferaban todo tipo de revistas de información y los kioscos estaban por todas partes.

Para oír había radios y transistores con las voces adultas de Luis del Olmo, José María García y Jesús Quintero, “el loco de la colina” y flamantes efemes de radio fórmula y 40 Principales que pinchaban “El vídeo mató a la estrella de la radio”, de Buggles, el primer videoclip de MTV. Tener un walkman de Sony era el colmo de la portabilidad musical.

Para ver televisión seguía habiendo dos canales públicos. (Faltaban dos años para las antenas parabólicas). 1981 trajo uno de los mayores éxitos de todos los tiempos: Verano azul. Los niños pequeños veían “El libro gordo de Petete”, los chavales “El increíble Hulk” y los mayores “Arriba y abajo”.

Compartir el artículo

stats