Opinión
Cangas del Narcea, mi tierra
Recuerdos de la infancia en un concejo donde la naturaleza obliga al esfuerzo y la solidaridad
Francisco Rodríguez es presidente de Industrias Lácteas Asturianas (Ilas)
LA NUEVA ESPAÑA me ha ofrecido la posibilidad de dedicar un rato al recuerdo del concejo donde nací. Lo que me obliga a reconocer que nada podía resultarme más gratificante que el contemplar cada día el pergamino en el que consta la decisión municipal de hacerme Hijo Predilecto del lugar, estampada la firma en el documento del que fuera alcalde, José Manuel Cuervo, amigo entrañable donde los haya. Porque, en efecto, yo no tengo demasiadas oportunidades de vivir instalado en la nostalgia, pero sí las tengo de sentir profundamente el reconocimiento debido a todos los que nos honran con su amistad a mí y a los míos; a los que están y a los que, desafortunadamente, ya no están. Y, en este sentido, permitidme, queridos lectores, que recuerde aquí al pueblo de Llamera y a la figura imborrable de mi abuelo, Cándido García.
Por lo tanto, si no vivo en la nostalgia, sí lo hago desde el significado permanente de mi nacimiento en otro pueblo no lejano, Trascastro, en plena barahúnda de 1937. Porque mis recuerdos iniciales después de venir al mundo lo son del día en que, acabada la triste contienda civil, salí con mis padres camino de Madrid, en una furgoneta de la marca Ford, propiedad de Mantequerías Rodríguez, S.A. Se puede decir que es a partir de esa fecha cuando comienzo a tener noticia de que existo. Y la furgoneta la recuerdo porque en ella aprendí a conducir unos cuantos años más tarde. Y por eso sé, y no por otra cosa, cuál era su marca.
Todo recuerdo inicial sospecho que no puede ser muy preciso, aunque pronto se transforma en algo que permite comenzar a hacer la síntesis de una vida que fluye, como los ríos, a los que nada los detiene hasta que llegan a su desembocadura. Y por eso los recuerdos se suceden uno detrás de otro, o, lo que es lo mismo, por eso reposan siempre en el pasado y nos alertan, si prestamos atención, sobre un futuro que en rigor todavía no existe salvo como posibilidad. Y de ahí que del futuro nada se sabe y del pasado se sabe únicamente lo vivido de manera más o menos consciente, y a condición de tener buena memoria.
Pero nótese que eso a lo que llamo síntesis de la vida es una extraña mixtura que permite conocer que la memoria no es sino una potencia presuntamente cerebral que se combina misteriosamente con otra condición del "yo", que sabemos que nos pertenece, pero que no sabemos dónde está, y a la que, en prodigiosa metáfora, llamamos “corazón”, el lugar de los sentimientos. Pero el caso es que es imposible sentir sin recordar, como lo es, por supuesto, recordar alguna cosa sin sentir emoción o lo contrario, dado que todos sabemos que la indiferencia no deja recuerdos. Y de ahí también que lo que nos es indiferente es, en realidad, como si no existiera ¡qué cosas!
Viene, por tanto, a cuento esta leve disquisición, para afirmar que lo que siento, en estos momentos en que se agolpan en mí los recuerdos, siempre abundantes en colores, es una emoción que sube el tono conforme voy escribiendo, a la par que saco el alma a pasear por las veredas alegres de la niñez: eso que creemos que es asunto lejano y de repente descubrimos que permanece en nosotros más fresco que las incomparables lechugas que se crían en las proximidades de los riachuelos de Cibea, a los que llamamos "regueiros". Eso que permite afirmar que contrastar es la mejor manera de aprender, y afirmar al tiempo que el verdadero contraste pasa por vivir una parte de la adolescencia en la gran capital que es Madrid, y la otra parte hacerlo en la aparente insignificancia de una aldea asturiana al suroccidente astur y que se llama Llamera. Eso que tal vez sea, sin que seamos del todo conscientes, la mejor manera de abrir los ojos.
Era el Cangas del Narcea de mis veranos un concejo eminentemente ganadero. Había bueyes, había vacas, pero también muchas más cosas de calidad incomparable
Era la Cangas del Narcea de mis veranos un concejo eminentemente ganadero. Corrían los primeros años después de dejar atrás el tiempo perdido de nuestra Guerra Civil. Y sin poder decir seriamente que en aquel Madrid de la autarquía pasáramos hambre en la familia, lo cierto es que, al llegar a Llamera en compañía de mi madre, lo primero que notábamos es que se comía mejor. Había bueyes, había vacas (muchas menos en cada casa del pueblo de las que hay hoy). Pero también había muchas más cosas de calidad incomparable, ¡Aquellas patatas, aquellos garbanzos, aquellos guisantes, aquellos pimientos! El pan se hacía en las casas, con ayuda de un "furmiento" solidario que se repartía entre todos los vecinos, previa comunicación al último en utilizarlo del día en que el siguiente panadero no profesional se proponía "amasar", lo que constituía una verdadera "redondez artesana" antes de pasar por el "forno". La calidad del pan era variable, dependiendo del porcentaje en que el trigo y el centeno se mezclaban, en función de lo sembrado por cada cual en las tierras bien amojonadas que componían el "cortinal" del pueblo.
Pero, al hablar del pan, viene a mi memoria "la machada", eso que en Castilla se llama trilla y que yo presencié cómo se hacía en Cangas en los años 1940 al 1945, en que aparecieron las primeras máquinas entre las que destacaba un motor a gasolina, unido a la desgranadora o separadora del grano y la paja por una correa larga que cruzaba la era y a la que estaba prohibido acercarse al no estar protegida. La tercera máquina de las que componían el equipo era la llamada "aventadora", artilugio a manivela que separaba el grano de la "poisa" que hasta ese momento lo protegía, y que era una sustancia difícil de describir y, probablemente, el único componente antipático de una espiga de mies. Pero "la machada" ha sido, por indiscutible jerarquía, la prueba evidente de que la naturaleza, y sólo ella, obliga al hombre a ser solidario. Ese día, en cada era del pueblo, todos los vecinos se ayudaban en el trabajo común y dejaban la reyerta para después de colocar en el "culmeiro" el último manojo de la paja desgranada. Naturalmente, eso de que "la machada" exige solidaridad y disciplina venía de lo que ocurría antes de llegar la moderna maquinaria descrita más arriba, dado que hasta entonces la separación del grano y la paja se hacía "a palos", con mallos de madera que se agitaban en el aire, unos frente a otros, antes de caer al unísono sobre la espiga extendida sobre las piedras planas del recinto, a impulsos de unos mozos que para nada se reían cuando los palos estaban en lo alto; aquello, al madrileño, le producía espanto. Y de ahí que yo diga siempre que "la machada" lo era, sin lugar a dudas.
¿Y qué pasaba por entonces en cuestiones del espíritu? Pues…ocurría que las parroquias tenían una casa rectoral ocupada por el sacerdote titular, que era, desde luego, persona respetada no solamente a la "hora de la verdad". Los campesinos del concejo eran abrumadoramente religiosos a su manera, y no se enfadaban con el señor cura más que cuando éste les recriminaba por recoger la hierba amenazada por la tormenta, aunque fuese domingo. Se decía que había parroquias en las que el trabajo en día festivo se multaba. Pero yo creo que la sangre nunca llegó al río.
Como tampoco llegó al río lo que ocurrió durante la administración del único viático que he presenciado hasta el momento, y que, desde luego será para mí imposible de olvidar. Se trataba de un aparente moribundo que, en su cama y rodeado de sus allegados, recibía la última ayuda sacramental, que el sacerdote le prestaba. La habitación estaba llena de gente arrodillada y con cirios gruesos y humeantes en la mano. El sacerdote leía en voz alta párrafos en latín, cuya "música" no resultaba excesivamente tranquilizante. Y lo digo porque yo mismo, que estaba allí acompañando a un familiar, sentía algo así como un sobrecogimiento que nunca más volví a experimentar. Pero no sé bien por qué me fijé en el moribundo y observé dos cosas: su rostro estaba muy enrojecido y sus ojos se diría que chisporroteaban a la vez que mostraban un brillo creciente. Confieso que la imagen del enfermo me desconcertaba. Y, de repente, el pobre hombre se quita de encima de manera brusca las ropas que le cubrían y grita con voz tonante ¡abrid la ventana, coño, que aquí nun hay quien pare cun’u fumo!

Vista desde Caldevilla de Rengos. / Julián Rus
Y el caso fue que, después del desconcierto colectivo ante semejante escena, las lágrimas dejaron paso al regocijo, sobre todo, cuando el moribundo saltó de la cama increpándonos a todos. ¿Qué había ocurrido? Pues, sencillamente, que a "Pacho" le taponaron la nariz con algodones, ante una intempestiva hemorragia nasal, lo que provocó que tragara su propia sangre durante un buen rato, mientras la familia se ponía en contacto con un médico joven que pasaba las vacaciones en la aldea y que, al observar que el enfermo expulsaba por la boca cuajarones ennegrecidos que podrían considerarse trazas inequívocas de que aquel hombre estaba perdiendo sus entrañas, optó por llamar al confesor antes que al SAMUR. Lo que quiere decir que es probablemente en la aldea donde pasan estas cosas, que no por no estar en los textos académicos dejan de ser trozos inverosímiles de la inabarcable realidad. Pero Pacho vivió 15 años más después del episodio. Todo un éxito.
Y, ahora, después de esta extraña excursión por terrenos en los que el disparate termina en festejo, quisiera hacer a mis paisanos cangueses una confidencia que permite identificar bien en qué consiste eso que llaman arraigo. Porque habiéndome mis padres llevado a Madrid cuando contaba poco más de un año, y habiendo vivido en Llamera hasta iniciar la juventud, tan sólo los meses de las vacaciones veraniegas en casa de mis abuelos maternos, fue la vida en aquella aldea diminuta la que me modeló por dentro en las más persistentes de mis convicciones vitales. ¡Con razón Juan Luis Rodríguez Vigil, en una conferencia en que hubo de trazar mi semblanza, dijo, de un servidor, que era un producto rural genuino, aunque nunca apease la corbata! Claro que, a Juan Luis, andando el tiempo, pude objetarle que, para don José Ortega y Gasset, la corbata es el último vestigio del gallo que el hombre fue….
Pero hay más cosas, todas ellas relacionadas con las raíces. Y tal vez por ello sentí una vez cómo temblaban extrañamente mis piernas en la iglesia de San Juliano, muy cerca de Trascastro, donde se encuentra la casa de mis abuelos paternos y donde nací, dado que mi padre tuvo que dejar Buenos Aires, ciudad en la que residió desde 1912 hasta 1935, y regresar a España para casarse con mi madre y cumplir con la obligación de suceder a sus padres, de acuerdo con una tradición que casi significaba una ley no escrita. Pero parece que a mi madre no le gustó mucho Trascastro y, terminada la Guerra, convenció a mi padre para marchar ambos a Madrid conmigo al hombro y poco más. Por eso mismo, recordando lo que de aquella etapa tan difícil en el conjunto de España me fueron contando unos y otros mientras asistía a un funeral, me temblaban las piernas dentro del templo; esto es, me temblaba el alma. Y es que fue la primera vez que de verdad sentí de dónde venía y, por lo tanto, entendí lo que soy, sin necesidad de más aclaraciones.
Por lo tanto, no tengo más remedio que agradecer muy sinceramente a LA NUEVA ESPAÑA la oportunidad, como cangués, de hablar de estas cosas, en las que pido perdón por si tanta confesión, tan gratuita como espontánea, produce el aburrimiento del lector. Pero entiendo que los lugares, sin los hombres que los pueblan, deshumanizados, pierden casi todo el interés, por cuanto carecen de vida, que es lo que en definitiva importa.
Sin embargo, no sería por mi parte de recibo que siendo Cangas del Narcea la razón por la que el periódico reclama nuestra opinión de cómo van la cosas, silenciáramos hoy algunas que ponen de manifiesto la predisposición positiva de los cangueses, que viven no necesariamente en condiciones siempre fáciles. Ahí está, por ejemplo, el trabajo encomiable de los vecinos del viejo Partido de Sierra, al demostrar que no es siempre el medio el que hace al hombre, sino todo lo contrario. Lo prueban los que han convertido en vergel parte de los sedientos territorios palestinos; y lo prueban, también, los Menonitas, que pueblan desiertos americanos hasta convertirlos en fuentes de riqueza que contrastan con otros desiertos vecinos que nada ofrecen, excepto desolación. Así es que felicito con entusiasmo a los serranos por su magnífico trabajo y por devolver a Cangas del Narcea el interés por una ganadería que no ha dicho ni mucho menos su última palabra.
¡Y qué decir de nuestros vinos, algunos de los cuales ya se codean con las mejores marcas europeas! Soy de los que creen que es la naturaleza misma la encargada de probar que las laderas de nuestras montañas, aparentemente refractarias en convertirse en terrenos aptos para la agricultura, dadas sus pendientes se diría que disuasorias, son en realidad tierras que nunca se encharcan, lo que les permite ser naturalezas para nada contaminadas, y, por tanto, "ecológicas" en el más puro sentido. Es cuestión no de cultivarlo todo, sino de seleccionar bien los cultivos, en función de las condiciones del suelo.
Siempre que se felicita a alguien, se corre el riesgo de dejar en el tintero a personas que también merecen el más entusiasta reconocimiento. Y, por eso mismo, estas palabras mías son la expresión absolutamente sincera de un sentimiento de pertenencia que me honra, de la misma manera que me honra mi amistad con don Juan José, párroco de nuestra villa. Él ha tenido la enorme sensibilidad de recordarnos a todos la necesidad de ocuparnos de la restauración de nuestro Santuario de la Virgen del Acebo, que está en unas condiciones impropias de lo que el templo representa para todos los cangueses. Aprovecho, pues, estas páginas para animar a todos a participar en el empeño, a sabiendas de que nos viene bien que la Virgen se sienta contenta de que nuestro pueblo de Cangas quiera mantener la espiritualidad que caracterizó siempre a nuestros mayores, a los que rendimos desde aquí nuestro recuerdo más hondo.
¡Viva la Virgen del Acebo!
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