En la antigua Grecia, durante los Juegos Olímpicos, se interrumpían las contiendas bélicas y se exaltaba la amistad y la paz. Los Juegos eran, por su propia naturaleza, días de paz. Ése fue el espíritu que el barón de Coubertain transmitió a los modernos Juegos Olímpicos. Desgraciadamente, sobre esta aspiración, sobre este hermoso concepto humanístico, la realidad política se ha impuesto en nuestro mundo moderno. Quiérase o no, las Olimpiadas son acontecimientos políticos con los que hay que convivir, más de ahí; hacer de las mismas escenario fácil y oportunista para levantar fantasmas, demonizar pueblos y estados, santificar oscuros y oportunistas intereses mediáticos, hay un largo camino de manipuleo político-mediático.

Lo anterior viene a cuento ante la orquestada campaña emprendida, en muchas partes del mundo -en España también- para boicotear el itinerario de la llama olímpica y de los propios Juegos. Al socaire de reclamar libertad para el Tíbet y la vigencia de los derechos humanos supuestamente vulnerados por China, se pretende, sin disimulo, condenar a la propia República Popular China y, de mampuesto, a todos los países que han optado por sistemas ideológicos distintos al modelo de democracia occidental, con el que se pretende que se ha puesto fin a la Historia.

Los «demócratas vergonzantes» de toda laya -en España también-, vociferan, se manifiestan, se rasgan las vestiduras, piden libertad para el Tíbet, sin embargo cabe preguntar ¿a cuál Tíbet se refieren?, ¿al Tíbet teocrático, feudal, atrasado, sometido a los dictados de un intocable -el Dalai Lama- que está más allá de este mundo? ¿Había libertad, derechos humanos, en ese Tíbet? Es bueno recordar que el Tíbet forma parte históricamente de ese país multiétnico que es China. Su incorporación efectiva a él, después del triunfo de la revolución china, le trajo modernidad y desarrollo. El Dalai Lama no es otra cosa que un figurón del pasado, un fantasma del feudalismo religioso y clerical, un anacronismo del atraso y el antiprogreso. Su vigencia no es otra que la de estar sostenido por los sectores políticos y sociales más afines a la política antichina.

Vociferan, manifiestan, se rasgan las vestiduras, gritan libertad. ¿Dónde, cómo y cuándo vociferan, manifiestan, se rasgan las vestiduras, gritan libertad, en Palestina, en Irak, en Guantánamo, etcétera, etcétera? ¡Hipócritas! China es buena para invertir, para comerciar, pero no se le perdona que su desarrollo impresionante haya sido logrado bajo un régimen político-social opuesto a las «democracias al uso». Ciertamente, en China hay desigualdades, hay dificultades, hay una concepción socialista, basada en un marxismo con muchas particularidades, pero no es menos cierto que se esfuerza por superar todos los inconvenientes que su desarrollo produce. ¡Ah, chinitos buenos para producir barato!

En este juego macabro de señalar con el dedo quiénes son los buenos y quiénes son los malos, no están exentos de culpa sectores de la autodefinida izquierda, de los detentadores de las migajas del «establecimiento», ésos que nada quieren que cambie siempre que se les permita su mariposeo izquierdizante. Son los «demócratas vergonzantes», los residuos cloacales de otrora inquietudes de cambio, de lucha por el socialismo; son la escoria de su inútil parábola ideológica.

Derechos humanos, sí, más derechos humanos para todos... y efectivos. En Occidente, las constituciones los consagran, pero ¿cuántos los disfrutan? Seamos sinceros, en un mundo donde se tilda de viejo, de caduco, todo pensamiento y acción que pugne por alcanzar -o pensar- en que otro mundo es posible; en un mundo donde desde la niñez, se inocula el virus de la competencia feroz para alcanzar el dinero, como máxima aspiración de bienestar; en un mundo donde, a diario, millones de personas mueren de hambre; en un mundo donde se muere por huir de la miseria y de la pobreza; en un mundo donde existen más de 850 millones de hambrientos; en un mundo donde lo aparente, la imagen de lo idílico, ha sustituido a la realidad; en un mundo donde las desigualdades se acrecientan, los gritos, las manifestaciones, en pro de la libertad del Tíbet, son una broma cruel.

El fin de la Historia no ha llegado con el triunfo de este mundo globalizado, neoliberal y de «democracia a la carta». Somos más los que pensamos que las contradicciones sociales no se pueden ocultar eufemísticamente; somos más los que pensamos que otra puede ser la manera de convivir; somos más los que pensamos que merece la pena luchar por hacer del ser humano algo más perfecto, más libre, más pacífico. Allá quienes se dejan seducir por la patraña político mediática de hacer del atraso libertad, del oscurantismo religioso paz, de la mentira verdad.

Boicotear los Juegos Olímpicos, intentarlo al menos, envenenando a millones de personas ingenuas, no contribuye, en nada, a la paz mundial. Los viejos dioses del Olimpo desatarán sobre nosotros, débiles mortales, las iras de su venganza.

Antonio de Pedro Fernández

Cangas de Onís