Ha llegado la primavera y nadie sabe cómo ha sido, y más con este cambio climático, que ha permitido al otoño prolongarse produciendo sólo unos pocos días de frío y aún menos de lluvia, y, de pronto, ver cómo los árboles abrían sus brotes dando salida a las tiernas hojas y flores que, con las brisas suaves y cielos azules, todo dorado por la luz del sol, han permitido a la primavera presentarse en el medio de Oviedo, en ese retazo de bosque enclavado en su centro y llamado el Campo San Francisco.

A veces, para ir de un lado a otro de la ciudad, si vas a pie, no tienes más remedio que atravesarlo y pasar cerca de la figura del santo que se yergue en la mitad del Campo, el santo que veía a Dios en cada una de sus criaturas por pequeñas y humildes que éstas fueran...

Desde su aparente inmovilidad quizá también musite cuando la brisa acaricia su faz semioculta su capucha y quizás lo haga así: «Desde aquí os veo todos, niños, jóvenes, hombres o mujeres que jugáis, paseáis o simplemente pasáis, pero ahora, parece que más prestos a la alegría y a la sonrisa..., a vuestros canes retozando libres, sobre el verdor de los campos, escapados momentáneamente de la estrechura entre paredes.

A los hermanos pavos reales moviéndose con sus asombrosos plumajes, que hace casi increíbles sus estridentes y sorpresivos gritos.

A las hermanas palomas, de apariencia pacífica, buscando de aquí para allá los restos de comida o golosinas...

A los gordezuelos gorriones, de penetrantes «piidos» moviéndose inquietos de un lado a otro...

También percibo, abajo, en el pequeño estanque, con su alto y único surtidor, al solitario cisne rodeado de patos de distintos tamaños.

También veo, si me volviera, y oigo las chorreantes fuentes lanzando a lo alto sus surtidores de agua, que vuelve a caer rompiéndose en blanca espuma o pulverizándose en innumerables gotitas flotantes en las que prenden los siete colores del arco iris...

Y siempre acariciado por los pétalos multicolores que traen las brisas sobre mí, que resbalan sobe mi hábito para depositarse como una alfombra de colores efímera a mis pies.

Sí, me siento contento -quizás concluya el santo desde su pedestal-, satisfecho de encontrarse en medio de esta gama de verdores, en medio de esta isla de vida, rodeada por los fragores y estruendos producidos por el paso de las máquinas que van quemando en sus entrañas las sustancias fósiles en forma de gases que emponzoñan poco a poco los cielos que nos dan vida...

Así, quién sabe, pudiera pensar este santo tan ecológico en esta isla rodeada de asfalto y hormigón por todas partes, mientras, por fortuna, la brisa fresca sigue soplando y llevando los pétalos multicolores que caen sobre las níveas cabezas de los ancianos/as del parque o sobre la rubicunda o morenita faz de un niño o niña que los aparta sonriente de sus ojos.

Y nosotros seguiremos atravesando este parque de San Francisco, haciendo un inconsciente alto en nuestras prisas, en nuestros quehaceres diarios abiertos a la ilusión, por unos momentos, de que estamos atravesando un verde valle o bosque de nuestra tierra.

César López Méndez

Luarca