En 1972, El Club de Roma publicó «Los límites del crecimiento», un estudio donde, a través de modelos computerizados, se anticipaba que el mundo experimentaría un crecimiento económico extraordinario, mientras durasen los recursos, hasta llegar a un cénit de prosperidad a principios del siglo XXI. A partir de ahí, pronosticaban, comenzaría el declive irreversible de la economía y la civilización industrial. En 1973 estalló la crisis del petróleo y durante ocho años el mundo atravesó una época de crisis económica, austeridad y pesimismo. Entonces llegó Reagan con su revolución conservadora.

Los ideólogos norteamericanos nos dijeron que la prudencia era nuestra peor enemiga y que los malthusianos eran cenizos, comunistas o una mezcla de las dos cosas. Refutaron y ridiculizaron los temores que habían dominado el decenio anterior. «¿Es que estáis ciegos? Los precios de las materias primas bajan, no suben. Cuanto más consumáis, más incentivaréis la producción y la innovación tecnológica. ¡Cuanto más gastéis, más tendréis!». Recordaban, regocijados, cuánto se habían equivocado las Casandras de antaño, los que temían una hambruna universal para principios de los años 70. Tenían razón: antes de la escasez llegó la Revolución Verde, y la producción de alimentos se multiplicó a tiempo para cubrir sobradamente las necesidades de la humanidad.

En 1989 cayó el bloque soviético y los americanos, ciegos de soberbia, anunciaron el Nuevo Orden Mundial y el Fin de la Historia. Parecía que el capitalismo había encontrado la fórmula de la prosperidad eterna, el destino final de una humanidad próspera y en paz. La segunda mitad de los años noventa y la primera de los dos mil fue un período de crecimiento económico mundial asombroso. Algunos anunciaron la llegada de «nueva economía» y el fin de los ciclos de crecimiento y crisis. En 2004 se publicó una actualización de «Los límites del crecimiento» en la que, curiosamente, el pronóstico se mantenía prácticamente inmutable. Y hoy, 2008, se diría que la marea ha comenzado a cambiar.

El petróleo ha superado no ya aquel umbral impensable de los treinta dólares por barril, sino el de los cien. Apenas pasa semana sin oír a algún experto, desde Joseph Stiglitz a George Soros, advirtiendo muy en serio de que podríamos estar al borde de una depresión económica mundial como la de 1929 o peor. Hay problemas de suministro de grano en Haití, y en Egipto han estallado disturbios por el precio del pan. El dólar cae en picado, y Greenspan, el gran Greenspan, les recomienda a los árabes que se pasen al euro, lo cual supondría el fin del sistema financiero mundial vigente. Y, sin irnos tan lejos, por aquí parece que los gatos persiguen a los perros y la lluvia cae para arriba ya que los pisos, que según decía todo el mundo nunca bajan, están empezando a perder valor: se habla ya, sin tapujos, de una crisis inmobiliaria que podría convertirse en una auténtica debacle económica.

Todas son noticias asombrosas y perturbadoras, pero si te las tropiezas en menos de tres meses, a contar desde Año Nuevo, empiezas a pensar que no se trata de anécdotas ni de baches, sino de una auténtica crisis histórica.

Estábamos muy mal acostumbrados. Llevábamos muchos años de concordia y de abundancia. Europa no había conocido una paz tan prolongada como ésta desde Octavio César Augusto, que se dice pronto. Nos burlábamos de los agoreros, al menos de los más insistentes: los ecologistas y los antiglobalización. A los demás no nos molestábamos en contestarles siquiera.

Los triunfos del pasado no son ninguna garantía para el futuro, y los que ayer se equivocaron pueden tener razón ahora. ¿Vuelve Malthus?

José Cristóbal García Pérez

Oviedo